Los pasos de Arcadia |
|
Cada árbol, cada pájaro, cada pez,
cada liana o lirio en la estela del barco,
cada insecto alumbrado por el sol de la piedra,
cada nube que transigía con un cielo distinto,
cada luz pasajera en el prisma de las horas,
o el clima de llegada o de ida,
la fractura de humedad en la vereda
antes de tocar el agua
y decir que era la misma siempre
aunque era otra la mano
porque el tiempo fue un rasgo de la piel
y no la esfera donde ocurrió el paisaje:
una parodia de la creación
en la naturaleza de los nombres
o a distancia un génesis irónico:
yo lo hice pero no miré
más allá de mi estrofa
en la calzada del barrio,
no vi el lugar del suceso;
vi la utopía de una forma
y el arte de fijarla donde no había nada. |
Pero tuvo otro comienzo
la franja de tierra entre mar y laguna.
Arcadia se hizo historia,
esa cronología de la mente
bajo el techo de palmas
reflejado en los ojos del testigo
que iba podando el mar en aras del futuro
a una orilla de la lancha concreta,
porque hubo otra camino al pueblo,
la barca primigenia en los surcos de otro siglo,
el viaje premeditado a la altura del mito,
paganos en cada esquina del mapamundi
y un dios aquí, engarrotado,
porque la escena, el rapto de la ola,
se repetía sin que él dispusiera
del orden de sus actos.
Fue mejor no creerlo,
no tuvo divinidad ese lodo
que llegó a los tobillos
como la materia irreal de otra costa
y azotó con un lengüetazo pardo
la toalla blanca que consumía el resplandor
en la sombra de sus pliegues
mientras a lo lejos, en un promontorio,
tres garzas castigaban el silencio
con los picos abiertos como pinzas
salidas del plumaje revuelto.
Lo dijo el pescador:
aquí vienen a comer, lo demás es mentira.
Arcadia se hizo hambre
en la boca del testigo, luego teología:
el hartazgo volcado hacia el espíritu
que buscaba un refugio
y lo habitó sin dejar huella de su entrada.
Hubo casas con umbrales más densos
tierra adentro
que en el litoral de la playa
donde la pila de estacas
fue perdiendo su figura
a cambio de rozar la intemperie.
El día y la noche
en esos muros descarapelados
por la sal del aire que hendía huecos,
el cangrejo roto bajo la pata de la silla
o la cucaracha cavando una gruta
para despojarse de la armadura de arena,
depredaron la encarnación de otra vida
que quiso transcurrir
sin los detalles que la gastaban.
Y la mano en el sitio del agua todavía
era una Arcadia del tacto,
la leyenda de los dedos al filo de la tarde
que hice yo cuando tenía sentido
resucitar a un costado del signo muerto
para que hubiera desenlace
y no sólo esta señal del mundo
que convive con su retrato
porque hubo un testigo
del lugar a la vista
y su voz aún narra. |
|