OCTAVIO PAZ POR ÉL MISMO
1964-1974
 

Hasta 1968, fecha de su renuncia a la Embajada de México en la India con motivo de la matanza del 2 de octubre, Octavio Paz permanece en Oriente. Esos años serán definitivos para afirmar la vertiente crítica y poética de su obra, la del intelectual moderno que suma a su origen hispanoamericano y a su vertiente surrealista una tercera confrontación, la de su experiencia oriental. El testimonio de esa aproximación está en varios de los más arriesgados y originales de sus poemas, reunidos en Ladera Este (1962-1968) y El mono gramático (1974), éste último un extenso poema en prosa que es, para muchos de sus lectores, labra capital del poeta. Desde la India, a su vez, Paz insiste en sus funciones de conciencia crítica de una tradición moderna que une y separa a John Cage con Rubén Darío, a Marcel Duchamp con Claude Lévi-Strauss. Durante esa década Paz publica ensayos definitivos como Puertas al campo (1966), Corriente alterna (1967), Cuadrivio (1965), Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967), Marcel Duchamp o el castillo de la pureza (1968; redacción ampliada en 1973 como Apariencia desnuda), Conjunciones y disyunciones (1969), Posdata (1969), El signo y el garabato (1973) y Los hijos del limo (1974).
 
En Corriente alterna Paz había reflexionado sobre la revuelta, la rebelión y la revolución en el mundo contemporáneo. Un año después, las calles de París y San Francisco, Praga y México presenciaron esas movilizaciones juveniles que convirtieron al 68 en un año emblemático. En esa ocasión Paz hubo que confrontarse con el movimiento estudiantil en su propio país, cuya promesa democrática violentamente truncada se convertirá en una constante analítica en la obra del poeta, quien al renunciar a la embajada en la India se transformó, gracias a la eficacia moral de un gesto solitario, en protagonista de los hechos. (CDM)
 

Revuelta, revolución, rebelión (1967)

En castellano se usa poco la palabra revuelta. La mayoría prefiere revolución y rebelión. A primera vista lo contrario habría sido lo natural: revuelta es más popular y expresiva. En 1611 Covarrubias la definía así: "rebolver es ir con chismerías de una parte a otra y causar enemistades y quistiones: y a éste llamamos rebolvedor y reboltoso, rebuelta la cuestión". Los significados de revuelta son numerosos, desde segunda vuelta hasta confusión y mezcla de una cosa con otra; todos están regidos por la idea de regreso asociada a la de desorden y desarreglo. Ninguna de las acepciones es buena, quiero decir: ninguna dice que la revuelta sea un hecho valioso. En una sociedad como la España del siglo XVII, la revuelta representaba un principio funesto: la confusión de clases, el regreso al caos primitivo, la agitación y desorden que amenaza la fábrica social. Revuelta era algo que disolvía las distinciones en una masa informe. Para Bernardo de Balbuena la civilización consiste en la institución de las jerarquías, creadora de la necesaria desigualdad entre los hombres; la barbarie es el retorno a la naturaleza: a la igualdad. No es fácil determinar cuándo empezó a usarse la palabra revuelta con la significación de levantamiento espontáneo del pueblo. Según Corominas la historia de la acepción alboroto o alteración del orden social está por hacer. En francés aparece hacia 1500, en el sentido de "cambiar de partido" y sólo hasta un siglo después adquiere el significado de rebelión. Aunque el diccionario de Littré indica que viene del italiano rivoltare (volver del revés), Corominas piensa tal vez sea de procedencia catalana: revolt, temps de revolt. Cualquiera que sea su origen, la mayoría escribe y dice revolución o rebelión cuando se refiere a disturbios y sublevaciones públicos. Revuelta se deja para significar motín o agitación sin propósito definido. Es una palabra plebeya.

Las diferencias entre el revoltoso, el rebelde y el revolucionario son muy marcadas. El primero es un espíritu insatisfecho e intrigante, que siembra la confusión; el segundo es aquel que se levanta contra la autoridad, el desobediente o indócil; el revolucionario es el que procura el cambio violento de las instituciones. (Apenas me detengo en las definiciones de nuestros diccionarios porque parecen  inspiradas por la Dirección de Policía). A pesar de esas diferencias, hay una relación íntima entre las tres palabras. La relación es jerárquica: revuelta vive en el subsuelo del idioma; rebelión es individualista; revolución es palabra intelectual y alude, más que las gestas de un héroe rebelde, a los sacudimientos de los pueblos y a las leyes de la historia. Rebelión es voz militar; viene de bellum y evoca la imagen de la guerra civil. Las minorías son rebeldes; las mayorías, revolucionarias. Aunque el origen de revolución sea el mismo que el de revuelta (volvere: rodar, enrollar, desenrollar) y aunque ambas signifiquen regreso, la primera es estirpe filosófica y astronómica: vuelta de los astros y planetas a su punto de partida, movimiento de rotación en torno a un eje, ronda de las estaciones y las eras históricas. En revolución las ideas de regreso y movimiento se funden en la de orden; en revuelta esas mismas ideas denotan desorden. Así, revuelta no implica ninguna visión cosmogónica o histórica: es el presente caótico o tumultuoso. Para que la revuelta cese de ser alboroto y ascienda a la historia propiamente dicha debe transformarse en revolución. Lo mismo sucede con rebelión: los actos del rebelde, por más osados que sean, son gestos estériles si no se apoyan en una doctrina revolucionaria. Desde fines del siglo XVlll la palabra cardinal de la tríada es revolución. Ungida por la luz de la idea, es filosofía en acción, crítica convertida en acto, violencia lúcida. Popular como la revuelta y generosa como la rebelión, las engloba y las guía. La revuelta es la violencia del pueblo; la rebelión, la sublevación solitaria o minoritaria; ambas son espontáneas y ciegas. La revolución es flexión y espontaneidad: una ciencia y un arte.

El descenso de la palabra revuelta se debe a un hecho histórico preciso. Es una palabra que expresa muy bien la inquietud y la inconformidad de un pueblo que, aunque se amotine contra esta o aquella injusticia, está dominado por la noción de que la autoridad es sagrada. Igualitaria, la revuelta respeta el derecho divino del monarca: de rey abajo, ninguno. Su violencia es el oleaje del mar contra el acantilado: lo cubre de espuma y se retira. La acepción moderna de revolución en España e Hispanoamérica fue una importación de los intelectuales. Cambiamos revuelta, voz popular y espontánea pero sin dirección, por una que tenía un prestigio filosófico. La boga del vocablo no indica tanto una revuelta histórica, un levantamiento popular, como la aparición de un nuevo poder: la filosofía. A partir del siglo XVlll la razón se vuelve un principio político subversivo. El revolucionario es un filósofo o, al menos, un intelectual: un hombre de ideas. Revolución convoca muchos nombres y significados: Kant, la enciclopedia, el Terror jacobino y, más que nada, la destrucción del orden de los privilegios y las excepciones y la fundación de un orden que no dependa de la autoridad sino de la libre razón. Las antiguas virtudes se llamaban fe, fidelidad, honor . Todas ellas acentuaban el vínculo social y correspondían a otros tantos valores comunes: la fe, a la iglesia como encarnación de la verdad revelada; la fidelidad, a la autoridad sagrada del monarca; el honor, a la tradición fundada en la sangre: esas virtudes tenían su contrapartida en la caridad de la Iglesia, la magnanimidad del rey y la lealtad de los súbditos, fuesen villanos o señores. Revolución designa a la nueva virtud: la justicia. Todas las otras -fraternidad, igualdad, libertad- se fundan en ella.

 Corriente alterna, Siglo XXl, 1967, pp. 147-149.
 

Olimpiada y Tlatelolco (1969)

Mil novecientos sesenta y ocho fue un año axial: protestas, tumultos y motines en Praga, Chicago, París. Tokio, Belgrado, Roma, México, Santiago...De la misma manera que las epidemias medievales no respetaban ni las fronteras religiosas ni las jerarquías sociales, la rebelión juvenil anuló las clasificaciones ideológicas. A esta espontánea universidad de la protesta correspondió una reacción no menos espontánea y universal: invariablemente los gobiernos atribuyeron los desórdenes a una conspiración del exterior. Aunque los supuestos y secretos inspiradores fueron casi los mismos en todas partes, en cada país se barajaron sus nombres de manera distinta. A veces hubo curiosas, involuntarias coincidencias; por ejemplo, lo mismo para el gobierno de México que para el Partido Comunista Francés. Los estudiantes estaban movidos por agentes de Mao y de la CIA. También fue notable la ausencia o, en el caso de Francia, la reticencia, de la clase tradicionalmente considerada como revolucionaria per se: el proletariado; los únicos aliados de los estudiantes han sido hasta ahora los grupos marginales que la sociedad tecnológica no ha podido o no ha querido integrar. Es claro que no estamos ante un recrudecimiento de la lucha de clases sino ante una revuelta de esos sectores que, de un modo permanente o transitorio, la sociedad tecnológica ha colocado al margen. Los estudiantes pertenecen a la segunda de estas categorías. Además es el único grupo realmente internacional; todos los jóvenes de los países desarrollados son parte de la subcultura juvenil internacional, producto a su vez de una tecnología igualmente internacional.

Entre todos los sectores desafectos, el estudiantil es el más inquieto y, con la excepción de los negros norteamericanos, el más exasperado. Su exasperación no brota de condiciones de vida particularmente duras sino de la paradoja en que consiste ser estudiante: durante los largos años que pasan aislados en universidades y escuelas superiores, los muchachos y muchachas viven en una situación artificial, mitad como reclusos privilegiados y mitad como irresponsables peligrosos. Añádase la aglomeración extraordinaria en los centros de estudio y otras circunstancias bien conocidas y que operan como factores de segregación: seres reales en un mundo irreal. Es verdad que la enajenación juvenil no es sino una de las formas (y de las más benévolas) de la enajenación que impone a todos la sociedad tecnológica. También lo es que, debido a la irrealidad misma de su situación, habitantes de una suerte de laboratorio en donde no rigen del todo las reglas de la sociedad de afuera, los estudiantes pueden reflexionar sobre su estado y, así mismo, sobre el del mundo que los rodea. La universidad es, a un tiempo, el objeto y la condición de la crítica juvenil. El objeto de la crítica porque es una institución que segrega a los jóvenes de la vida colectiva y que así, en esa segregación, anticipa en cierto modo su futura enajenación; los jóvenes descubren que la sociedad moderna fragmenta y separa a los hombres: el sistema no puede, por razón de su naturaleza misma, crear una verdadera comunidad. La condición de la crítica porque, sin la distancia que establece la universidad entre los jóvenes y la sociedad exterior, no habría posibilidad de crítica y los estudiantes ingresarían inmediatamente en el circuito mecánico de la producción y el consumo. Contradicción insalvable: si la universidad desapareciese, desaparecería la posibilidad de la crítica; al mismo tiempo, su existencia es una prueba -y más: una garantía- de la permanencia del objeto de la crítica, es decir, de aquello cuya desaparición se desea. La rebelión juvenil oscila entre estos dos extremos: su crítica es real, su acción es irreal. Su crítica da en el blanco pero su acción no puede cambiar a la sociedad e incluso, en algunos casos, lejos de atraer o de inspirar a otras clases, provoca regresiones como la de las elecciones francesas en 1968.

La acción de los gobiernos, por su parte, posee la opacidad de todos los realismos a corto plazo y que, a la larga, producen los cataclismos o las decadencias. Fortalecer el statu quo es fortalecer un sistema que crece y se extiende a expensas de los hombres que lo alimentan: a medida que aumenta su realidad, aumenta nuestra irrealidad. La ataraxia, el estado de ecuánime insensibilidad que los estoicos creían alcanzar por el dominio de las pasiones, la sociedad tecnológica la distribuye entre todos como una panacea. No nos cura de la desdicha que es ser hombres pero no significa con un estupor hecho de resignación satisfecha y que no excluye la actividad febril. Sólo que la realidad aparece cada vez con mayor furia y frecuencia: crisis, violencias, explosiones. Año axial, 1968 mostró la universidad de la protesta y su final irrealidad: ataraxia y estallido, explosión que se disipa, violencia que es una nueva enajenación. Si las explosiones son parte del sistema, también lo son las representaciones y el letargo, voluntario o forzado, que las sucede. La enfermedad que roe a nuestras sociedades es constitucional y congénita, no algo que le venga de afuera. Es una enfermedad que ha resistido a todos los diagnósticos, lo mismo a los de aquellos que se reclaman de Marx que a los de aquellos que se dicen herederos de Tocqueville. Extraño padecimiento que nos condena a desarrollarnos y a prosperar sin cesar para así multiplicar nuestras contradicciones, enconar nuestras llagas y exacerbar nuestra inclinación a la destrucción. La filosofía del progreso muestra al fin su verdadero rostro: un rostro en blanco, sin facciones. Ahora sabemos que el reino del progreso no es de este mundo. El paraíso que nos promete está en el futuro, un futuro intocable, inalcanzable, perpetuo. El progreso ha poblado la historia de las maravillas y los monstruos de la técnica pero no ha deshabitado la vida de los hombres. Nos ha dado más cosas, no más ser.

El sentido profundo de la protesta juvenil --sin ignorar ni sus razones ni sus objetos inmediatos y circunstanciales-- consiste en haber opuesto al fantasma implacable del futuro la realidad espontánea del hora. La irrupción del ahora significa la aparición en el centro de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, la palabra maldita: placer. Una palabra no menos explosiva y no menos hermosa que la palabra justicia. Cuando digo placer no pienso en la elaboración de un nuevo hedonismo ni en el regreso a la antigua sabiduría sensual --aunque lo primero no sea desdeñable y lo segundo sea deseable-- sino la revelación de esa mitad obscura del hombre que ha sido humillada y sepultada por las morales del progreso: esa mitad que se revela en las imágenes del arte y del amor. La definición del  hombre como un ser que trabaja debe cambiarse por la del hombre como un ser que desea. Esa es la tradición que va de Blake a los poetas surrealistas y que los jóvenes recogen: la tradición profética de la poesía de Occidente desde el romanticismo alemán. Por primera vez desde que nació la filosofía del progreso de las ruinas del universo medieval, precisamente en el seno de la sociedad más avanzada y progresista del mundo, los Estados Unidos, los jóvenes se preguntan sobre la validez y el sentido de los principios que han fundado en la Edad Moderna. Esta pregunta no revela ni odio a al razón y a la ciencia ni nostalgia por el periodo neolítico (aunque el neolítico fue, según Levi-Strauss y otros antropólogos, probablemente la única época feliz que hayan conocido los hombres). Al contrario, es una pregunta que sólo una sociedad tecnológica puede hacerse y de cuya contestación depende la suerte del mundo que hemos edificado: pasado, presente y futuro, ¿cuál es el verdadero tiempo del hombre, en dónde está su reino? Y si su reino es el presente, ¿cómo insertar el ahora, por naturaleza explosivo y orgiástico, en el tiempo histórico? La sociedad moderna ha de contestar a estas preguntas sobre el ahora --ahora mismo. La otra alternativa es perecer en un estallido suicida o hundirse más y más en el ruinoso proceso actual en el que la producción de bienes amenaza ser ya inferior a la producción de desechos.

La universalidad de la protesta juvenil no impide que asuma características específicas en cada región del mundo. El movimiento juvenil en los Estados unidos y en Europa contiene, según acabo de explicar preguntas implícitas y no formuladas que atañen  a los fundamentos  mismos de la Edad Moderna y a lo que, desde el siglo XVIII, constituye su principio rector. Esas preguntas aparecen muy diluidas en los países de Europa oriental y no aparecen del todo, excepto como slogans vacíos, en América Latina. La razón es clara: los norteamericanos y los europeos son los únicos que tienen realmente una experiencia completa de lo que es y significa el progreso. En Occidente los jóvenes se revelan contra los mecanismos de la sociedad tecnológica:  contra su mundo tantálico de objetos que se gastan y disipan apenas los poseemos --como si fuesen una involuntaria y concluyente confirmación del carácter ilusorio que atribuyen a la realidad los budistas-- y contra la violencia abierta o solapada que esa sociedad ejerce sobre sus minorías y, en el exterior, sobre otros pueblos. En cambio, en los países del Este europeo la lucha juvenil presenta dos notas ausentes en Occidente: nacionalismo y democracia. Nacionalismo frente a la dominación y la injerencia soviética en esos países; democracia frente a las burocracias comunistas incrustadas en la vida política y económica. Es revelador  que esta última aparezca como la reivindicación inmediata y primordial de los jóvenes en el Este: la democracia, esa palabra que ha perdido casi todo su magnetismo en Occidente. Es un síntoma desolador: cualesquiera que sean las limitaciones de la democracia occidental (y son muchas y gravísimas: régimen burocrático de partidos, monopolios de la información, corrupción, etcétera, sin libertad de crítica y sin pluralidad de opiniones y grupos no hay vida política. Y para nosotros, hombres modernos, vida política es sinónimo de vida racional y civilizada. Esto es verdad incluso para naciones herederas de altas civilizaciones y que, como la antigua China, no conocieron la democracia. Los jóvenes fanáticos que recitan el catecismo de Mao --de paso: mediocre poeta académico-- cometen no sólo una falta estética e intelectual sino un error moral. no se puede sacrificar el pensamiento crítico en las aras del desarrollo económico acelerado, la idea revolucionaria, el prestigio y la infalibilidad de un jefe o cualquier otro espejismo análogo. Las experiencias de Rusia y México son concluyentes: sin democracia el desarrollo económico carece de sentido, aunque éste haya sido gigantesco en el primer país y mucho más modesto pero proporcionalmente no menos apreciable en el segundo. Toda dictadura, sea de un hombre o de un partido, desemboca en las dos formas predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo. México y Moscú están llenos de gente con mordaza y de monumentos a la revolución.

El movimiento de los estudiantes mexicanos mostró semejanzas con los de otros países, tanto de Occidente como de Europa oriental. Me parece que la afinidad mayor fue con los de esta última: nacionalismo, sólo que no en contra de la intervención soviética sino del imperialismo norteamericano; aspiración a una forma democrática; protesta no en contra de las burocracias comunistas sino del Partido Revolucionario Institucional. Pero la rebelión juvenil mexicana fue singular, como el país mismo. No hay ningún dudoso nacionalismo en mi observación; México es una nación que, dentro de la civilización occidental, ocupa una posición excéntrica: "castellana rayada de azteca", decía el poeta López Velarde; asimismo, dentro de América Latina , su situación histórica es única: México vive un periodo postrevolucionario en tanto que la mayoría de los otros países atraviesan por una etapa prerrevolucionaria. Por último, su desarrollo económico ha sido excepcional. Después de un prolongado y sangriento periodo de violencia, la Revolución Mexicana logró crear instituciones originales y un Estado nuevo. Desde hace cuarenta años, y especialmente en las dos últimas décadas, la economía del país ha hecho tales progresos que los economistas y sociólogos citan el caso de México como un ejemplo para los otros países subdesarrollados. En efecto, las estadísticas son impresionantes, sobre todo si se tiene en cuenta el estado en que se encontraba la nación en 1910 y las destrucciones materiales y humanas que sufrió durante cerca de veinte años de guerras civiles. Como una suerte de reconocimiento internacional a su transformación un país moderno o semimoderno, México solicitó y obtuvo que su capital fuese la sede de los Juegos Olímpicos en 1968. Los organizadores no sólo salieron airosos de la prueba sino que inclusive añadieron al programa deportivo una nota original: tendiente a subrayar el carácter pacífico y no competitivo de la Olimpiada mexicana: exposiciones de arte  universal, conciertos y representaciones de teatro y danza por compañías de todos los países un encuentro internacional de poetas y otros actos de la misma índole. Pero dentro del contexto de la rebelión juvenil y de la represión que la siguió estas celebraciones parecieron gestos espectaculares con los que se quería ocultar la realidad de un país conmovido y aterrado por la violencia gubernamental. Así, en el momento en que el gobierno obtenía el reconocimiento internacional de cuarenta años de estabilidad política y de progreso económico una mancha de sangre disipaba el optimismo oficial y provocaba en todos los espíritus una duda sobre el sentido de ese progreso.

El movimiento estudiantil se inició como una querella callejera entre bandas rivales de adolescentes. La brutalidad policíaca unió a los muchachos. Después, a medida que aumentaban los rigores de la represión y crecía la hostilidad de la prensa, la radio y la televisión, en su casi totalidad entregadas al gobierno, el movimiento se robusteció, se extendió y adquirió conciencia de sí. En el transcurso de unas cuantas semanas apareció claramente que los estudiantes, sin habérselo propuesto expresamente, eran los voceros del pueblo. Subrayo: no los voceros de esta o aquella clase, sino de la conciencia general. Desde el principio se intentó aislar el movimiento tendiendo un cordón sanitario que lo aislase e impidiese el contagio ideológico. Los dirigentes y funcionarios de los sindicatos de obreros se apresuraron a condenar, en términos amenazadores, a los estudiantes; lo mismo hicieron, aunque con menos violencia, los partidos políticos de la izquierda y la derecha oficiales. No obstante la movilización de todos estos medios de propaganda y de coacción moral, para no hablar de la violencia física de la policía y del ejército, el pueblo engrosó espontáneamente las manifestaciones juveniles y una de ellas, la célebre "manifestación silenciosa", agrupó a cerca de cuatrocientas mil personas, algo nunca visto en México.

A diferencia de los estudiantes franceses en mayo de ese mismo año, los mexicanos no se proponían un cambio violento y revolucionario de la sociedad ni su programa tenía el radicalismo de los de muchos grupos de jóvenes alemanes y norteamericanos. Tampoco apareció la tonalidad orgiástica y pararreligiosa de los hippies. El movimiento fue reformista y democrático, a pesar de que algunos de sus dirigentes pertenecían a la extrema izquierda. ¿Una maniobra táctica? Me parece más sensato atribuir esta ponderación a la naturaleza de las circunstancias y al peso de la realidad objetiva: ni el temple del pueblo mexicano es revolucionario ni lo son las condiciones históricas del país. Nadie quiere una revolución sino una reforma. Acabar con el régimen de excepción iniciado por el Partido Nacional Revolucionario hace cuarenta años. Las peticiones de los estudiantes, por lo demás, fueron realmente modernas: la derogación de un artículo del Código Penal, a todas luces inconstitucional y que contiene esa afrenta a los derechos humanos que se llama "delito de opinión"; la libertad de varios presos políticos; la destrucción del jefe de la policía, etc. Todas esas peticiones se resumían en una palabra que fue el eje del movimiento y el secreto de su instantáneo poder de seducción sobre la conciencia popular: democratización. Una y otra vez los muchachos pidieron "el diálogo público entre el gobierno y los estudiantes", preludio del diálogo entre el pueblo y las autoridades. Esta demanda recogía la que habíamos hecho un grupo de escritores en 1958 ante disturbios semejantes, aunque de menor amplitud --que anunciaban, como entonces advertimos al gobierno, los que se producirían diez años después.

La actitud de los estudiantes le daba al gobierno la posibilidad de enderezar sus políticas sin perder la cara. Hubiera bastado con oír lo que el pueblo decía a través de las peticiones juveniles; nadie esperaba un cambio radical pero sí mayor flexibilidad y una vuelta a la tradición de la Revolución mexicana, que nunca fue dogmática y sí muy sensible a la mudanza del ánimo popular. Se habría roto así la cárcel de palabras y conceptos que el gobierno se ha encerrado, todas esas fórmulas en las que ya nadie cree y que se condensan en esa grotesca expresión con que la familia oficial designa al partido único: el Instituto Revolucionario. Al liberarse de su cárcel de palabras, el gobierno habría podido forzar la otra cárcel, más real, que lo envuelve y paraliza: la de los negocios e intereses de los banqueros y financieros. Restablecer la comunicación con el pueblo hubiera significado recobrar autoridad y libertad para dialogar con la derecha, la izquierda y con los Estados Unidos. Con gran claridad y concisión una de las inteligencias más agudas y honradas de México, Daniel Cosío Villegas, apuntaba lo que a su juicio --y debe agregarse: al de la mayoría de los mexicanos pensantes-- era "el único remedio: hacer pública la verdad la vida pública". El gobierno prefirió apelar, alternativamente, a la fuerza física y a la retórica "revolucionario-institucional": Estas vacilaciones eran probablemente el reflejo de una lucha entre los "técnicos", deseosos de salvar lo poco que aún queda vivo de la herencia revolucionaria, y la burocracia política partidaria de la mano dura. Pero en ningún momento se advirtió el deseo de "hacer pública la vida pública" y abrir el diálogo con la gente. Las autoridades, es verdad, propusieron la negociación, sólo que entre bastidores; las pláticas abortaron porque los estudiantes se negaron a aceptar este inmoral procedimiento.

A fines de septiembre el ejército ocupó la Universidad Nacional y el Instituto Politécnico. Ante la reprobación que provocó esta medida, las tropas desalojaron los locales de las dos instituciones. Hubo un respiro. Esperanzados, los estudiantes celebraron una reunión (no una manifestación) en la plaza de Tlatelolco, el 2 de octubre. En el momento en el que los recurrentes, concluido el mitin, se disponían a abandonar el lugar, la plaza fue cerrada por el ejército y comenzó la matanza. Unas horas después se levantó el campo. ¿Cuántos murieron? En México ningún periódico se ha atrevido a publicar las cifras. Daré aquí la que el periódico inglés The Guardian, tras una investigación cuidadosa, considera como la más probable: 325 muertos. Los heridos deben haber sido miles, lo mismo que las personas aprehendidas. El 2 de octubre de 1968 terminó el movimiento estudiantil. También terminó una época de la historia de México.

 Posdata, Siglo XXl, 1969, pp. 273-280.
 
INTERMITENCIAS DEL OESTE (1)
                               (CANCIÓN RUSA)

CONSTRUIMOS el canal:
nos reeducan por el trabajo.

El viento se quiebra en nuestros hombros,
nosotros nos quebramos en las rocas.

Éramos cien mil, ahora somos mil,
no sé si mañana saldrá el sol para mí.
 

INTERMITENCIAS DEL OESTE (2)
                    (CANCIÓN MEXICANA)

MI ABUELO, al tomar el café,
me habla de Juárez y de Porfirio,
los zuavos y los plateados.
Y el mantel olía a pólvora.

Mi padre, al tomar la copa,
me habla de Zapata y de Villa,
Soto y Gama y los Flores Magón.
Y el mantel olía a pólvora.

Yo me quedo callado:
¿de quién podía hablar?
 

INTERMITENCIAS DEL OESTE (3)
       (MÉXICO: OLIMPIADA DE 1968)
                           A Dore y Adja Yunkers

LA LIMPIDEZ
                        (quizá valga la pena
escribirlo sobre la limpieza
de esta hoja)
                         no es límpida:
es una rabia
                         (amarilla y negra
acumulación de bilis en español)
extendida sobre la página.
¿Por qué?
                         La vergüenza es ira
vuelta contra uno mismo:
                                          si
una nación entera se avergüenza
es león que se agazapa
para saltar.
                       (Los empleados
municipales lavan la sangre
en la Plaza de los Sacrificios.)
Mira ahora,
                    manchada
antes de haber dicho algo
que valga la pena
                       la limpidez.

Obra poética, 1935-1988, Seix Barral, 1990, pp. 426-429.

 
 
Picasso y Duchamp
                                   SENS: on peut voir regarder.
                                   Peut-on entendre écouter, sentir?
                                   M:D.

Tal vez los dos pintores que han ejercido mayor influencia en nuestro siglo son Pablo Picasso y Marcel Duchamp. El primero por sus obras; el segundo por una obra que es negación misma de la moderna noción de obra. Los cambios de Picasso --sería más exacto decir: sus metamorfosis-- no han cesado de sorprendernos durante más de cincuenta años; la inactividad de Duchamp no es menos sorprendente y, a su manera, no menos fecunda. Las creaciones del gran español han sido simultáneamente, encarnaciones y profecías de las mutaciones que ha sufrido nuestra época, desde el fin del impresionismo hasta la segunda guerra mundial. Encarnaciones: en sus telas y en sus objetos el espíritu moderno se vuelve visible y palpable; profecías: en sus cambios nuestro tiempo sólo se afirma para negarse y sólo se niega para inventarse e ir más allá de sí. No un precipitado de tiempo puro, no las cristalizaciones de Klee, Kandinsky o Braque,  sino el tiempo mismo, su urgencia brutal, la inminencia inmediata del ahora. Desde el principio Duchamp opuso al vértigo de la aceleración el vértigo del retardo. En una de las notas de la célebre Caja verde apunta: "decir retardo en lugar de pintura o cuadro; pintura sobre vidrio se convierte en retardo en vidrio --pero retardo en vidrio no quiere decir pintura sobre vidrio..." Esta frase nos deja vislumbrar el sentido de su acción: la pintura es la crítica del movimiento pero el movimiento no es la crítica de la pintura. Picasso es lo que va a pasar y lo que está pasando, lo venidero y lo arcaico, lo remoto y lo próximo. La velocidad le permite estar aquí y allá, ser de todos los siglos sin dejar de ser del instante. Más que los movimientos de la pintura en el siglo XX es el movimiento hecho pintura. Pintura de prisa y, sobre todo, la prisa pinta con sus pinceles: el tiempo pintor. Los cuadros de Duchamp son la presentación del movimiento: el análisis, la descomposición y el revés de la velocidad. Las figuraciones de Picasso atraviesan velozmente el espacio inmóvil de la tela; en las obras de Duchamp el espacio camina, se incorpora y, vuelto máquina filosófica e hilarante, refuta al movimiento con el retardo, al retardo con la ironía. Los cuadros del primero son imágenes; los del segundo, una reflexión sobre la imagen.

Picasso es un artista de fecundidad inagotable e ininterrumpida; las telas del otro no llegan al medio centenar y fueron ejecutadas en menos de diez años: Duchamp abandonó la pintura propiamente dicha cuando tenía apenas veinticinco años. Cierto, siguió "pintando" por otros diez años pero todo lo hizo a partir de 1913 es parte de su tentativa por sustituir la "pintura-pintura" por la "pintura-idea". Esta negación de la pintura que él llama olfativa (por su olor a terebantina) y retiniana (puramente visual) fue el comienzo de su verdadera obra. Una obra sin obras: no hay cuadros sino el Gran Vidrio (el gran retardo), los ready-made, algunos gestos y un largo silencio. La obra de Picasso recuerda a la de su compatriota Lope de Vega y, en realidad, al hablar de ella habría que usar el plural: las obras. Todo lo que ha hecho Duchamp se concentra en el Gran Vidrio, que fue definitivamente inacabado en 1923. Picasso ha hecho visible a nuestro siglo; Duchamp nos ha mostrado que todas las artes, sin excluir a la de los ojos, nacen y terminan en una zona invisible. A la lucidez del instinto opuso el instinto de la lucidez: lo invisible no es oscuro ni misterioso, es transparente... Este apresurado paralelo no es una mezquina comparación. Ambos artistas, como todos los que lo son de verdad, sin excluir a los llamados artistas menores, son incomparables. He asociado sus nombres porque me parece que, cada uno a su manera, definen a nuestra época: el primero por sus afirmaciones y sus hallazgos; el segundo por sus negaciones y sus exploraciones. Ignoro si son los "mejores" pintores de este medio siglo. No sé qué quiere decir la palabra "mejor" aplicada a un artista. El caso de Duchamp --como los de Max Ernst, Klee, Chirico, Kandinsky y otros pocos más-- me apasiona no por ser "mejor" sino por ser único. Esta última palabra es la que le conviene y le define.

 Apariencia desnuda / La obra de Marcel Duchamp, ERA, 1973, pp. 15-17.
 
 
Christopher Domínguez Michael
 (Selección y montaje de textos)
Primera edición: periódico Reforma, 11 de abril de 1994,  pp. 12D y 13D
 
 
 
(1954-1964)  (1974-1984) 


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