II
Mientras los niños crecen
y las horas nos hablan
tú, subterráneamente,
lentamente, te apagas.
Lumbre enterrada y sola, pabilo
de la sombra,
veta de horror para el que te escarba.
¡Es tan fácil decirte
"padre mío"
y es tan difícil encontrarte,
larva
de Dios, semilla de esperanza!
Quiero llorar a veces, y no quiero
llorar porque me pasas
como un derrumbe, porque pasas
como un viento tremendo, como un
escalofrío
debajo de las sábanas,
como un gusano lento a lo largo
del alma.
¡Si sólo se pudiera
decir: "papá, cebolla,
polvo, cansancio, nada, nada, nada"!
¡Si con un trago te tragara!
¡Si con este dolor te apuñalara!
¡Si con este desvelo de memorias
-herida abierta, vómito
de sangre-
te agarrara la cara!
Yo sé que tú ni yo,
ni un par de valvas,
ni un becerro de cobre, ni unas
alas
sosteniendo la muerte, ni la espuma
en que naufraga el mar, ni -no-
las playas,
la arena, la sumisa piedra con
viento y agua,
ni el árbol que es abuelo
de su sombra,
ni nuestro sol, hijastro de sus
ramas,
ni la fruta madura, incandescente,
ni la raíz de perlas y de
escamas,
ni tu tío, ni tu chozno,
ni tu hipo,
ni mi locura, y ni tus espaldas,
sabrán del tiempo obscuro
que nos corre
desde las venas tibias a las canas.
(Tiempo vacío, ampolla de
vinagre,
caracol recordando la resaca.)
He aquí que todo viene, todo
pasa,
todo, todo se acaba.
¿Pero tú? ¿pero
yo? ¿pero nosotros?
¿para qué levantamos
la palabra?
¿de qué sirvió
el amor?
¿cuál era la muralla
que detenía la muerte? ¿dónde
estaba
el niño negro de tu guarda?
Ángeles degollados puse al
pie de tu caja,
y te eché encima tierra,
piedras, lágrimas,
para que ya no salgas, para que
no salgas. |