Sentencia de venablos
(fragmentos)
Como un reloj que en busca del tiempo
lo quema en su camino,
el Arquero marcha sobre el polvo
delgado de su viaje.
El arte de seguir alude a la inocencia
del sentido.
Arrinconado en el clamor de otra
floresta, entre el estanque
y la selva moza de estaciones,
un jilguero ha caído:
Círculos y sombras mueve
mi mano sobre el agua. Sabe
mi ley beber el reflejo que salta
fugaz en las redes.
Sabe mi corazón cantar lo
irremplazable, lo más breve.
*****
¿Puede hallar la flecha quemada
en el relámpago su centro?
En la noche de los cierzos los
ojos del Arquero buscan
(insectos de vidrio desbocado)
la huella del lucero.
La mirada malabar se aquieta cuando
la sombra oculta
la quimera silenciosa del blanco
en las astucias quieto.
Oscuridad cerrada al disparo de
su cuerda, a la punta
en llamas del conjuro, porque su
corazón ya es un árbol:
arteria del aire, pastor de vientos,
señor de venablos.
*****
La savia del instinto esculpe la
parábola del tiro.
Sus dedos brillan en el fósforo
de un reino de guijarros.
El Arquero ha cerrado los ojos.
Tensa el desnudo abismo.
La noche ya no duerme esperando
la flor de su disparo.
En su alma, el Árbol se
deshoja, madera amarga de olivo,
para azogar el cinabrio inmaduro.
Salta limpio el dardo
preñando la oscuridad con
un destello. La flecha escapa
sólo obediente a la oración
del ámbar que incendia sus alas.
*****
El primer canto fue de un pájaro
al ver la luz en el agua
y durmió en ella la imagen
de su diminuto fervor.
Gozó en su canto la escarcha
del hechizo. La ofrenda estaba
ardiendo en la humildad de su garganta.
Fue un fruto interior.
Se irguieron lentamente de su terrestre
noche las alas,
la ansiosa estirpe de sus plumas
fue irisada por el sol.
El pájaro halló amistosa
la nervadura azul del aire
y empapó al Árbol
de nidos, de cantos que en su rama nacen.
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