OCTAVIO PAZ POR ÉL MISMO
1924-1934
 
 
El muchacho que camina por este poema,
entre San Ildefonso y el Zócalo,
es el hombre que lo escribe:
            esta página
también es una caminata nocturna.
            Aquí encarnan
los espectros amigos,
            las ideas se disipan... *
 
Los tranvías eran enormes, cómodos y amarillos. Los de segunda clase olían a verduras y frutas. Tardaban cincuenta minutos de Mixcoac al Zócalo. Mientras fui estudiante --más de diez años-- viajé en esos tranvías cuatro veces al día: en ellos preparé mis clases y leí novelas, poemas, tratados de filosofía y folletos políticos.

La Escuela Secundaria Número Tres se encontraba en las calles de Marsella, en la colonia Juárez. Era una vieja casa que parecía salida de una novela de Henry James. El gobierno la había comprado hacía poco y, sin adaptarla, la había convertido en escuela pública. Los salones eran pequeños, las escaleras estrechas y nosotros nos amontonábamos en los pasillos y en una cour --en realidad: la antigua cochera-- en la que habían instalado tableros y cestas de basketball.

Las escuelas secundarias eran de reciente creación. Fueron instituidas, hacia 1926, para substituir al antiguo bachillerato a la francesa. En un esfuerzo por modernizar la educación pública, el gobierno había iniciado una serie de reformas inspiradas en el modelo norteamericano. Yo venía de una escuela católica y los nuevos métodos me desconcertaron.

El director de mi escuela era un alma simple y buena. Adorador de la ciencia, se le ocurrió llamar con el nombre de científicos ilustres a cada uno de los grupos en que nos habían dividido. Así pasé de la cofradía de los santos y las vírgenes a la academia de los inmortales. En el primer año estuve en el grupo Arquímedes, en el segundo en el Newton y en el tercero en el Lavoisier. Nuestro director amaba la naturaleza. Guiados por él, durante tres años visitamos muchos lugares del valle de México. En las pausas de nuestras caminatas, antes de comer y descansar, nos reunía a su alrededor y, trepado en una piedra, sacaba un papel y nos leía un poema. Los temas de su inspiración eran los de la ciencia: los misterios del triángulo y la esfera, los prodigios de la tabla de elementos químicos. No sospechó nunca que esas excursiones me hicieron descubrir otro prodigio: la increíble riqueza del arte religioso de México. He olvidado la oda al paralelepípedo y los tercetos a los electrones, no la esbeltez de un campanario blanco y las cúpulas azules y rosadas de un convento...
 

            Iglesias,
vegetación de cúpulas,
            sus fachadas
petrificados jardines de símbolos ...
 
Como la mayoría de los mexicanos, frecuenté en mi niñez y en mi adolescencia las iglesias y participé en los ritos y misterios de la religión católica. La iglesia ofrecía soledad, comunión --y algo más profano: cada domingo mis amigos y yo veíamos desfilar a las muchachas que iban a misa. Era una ocasión para acercarnos a ellas e invitarlas al cine y a otras diversiones.
 
Estoy a la entrada de un túnel.
Estas frases perforan el tiempo.
Tal vez yo soy ese que espera al final del túnel.
Hablo con los ojos cerrados...
 
Mis amigos y yo no faltábamos a los conciertos de Bellas Artes. La galería costaba 25 centavos. Desde arriba veíamos al público de la luneta y de los palcos. Gente conocida. No escaseaban los escritores y los artistas: Carlos Pellicer, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia. Alguna vez, Diego Rivera con Frida Kahlo. Los directores eran Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. En esos conciertos oí por primera vez a los clásicos y a los modernos. Entre estos últimos sobre todo a Stravinsky, que era la gran estrella de ese momento. Fue famosa la noche en que Carlos Pellicer, vestido de negro y con un moño rojo por corbata, recitó con su voz profunda de cántaro la fábula de Pedro y el lobo de Prokofiev. Lo aplaudimos a rabiar...
 
El bien, quisimos el bien:
                               enderezar al mundo.
No nos faltó entereza:
                               nos faltó humildad.
lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos,
                               soberbia de teólogos...
 
En 1929, en la secundaria, mi compañero de pupitre era un muchacho tres años mayor que yo, José Bosch. Su edad, su aplomo y su acento catalán provocaban entre nosotros una reacción ligeramente defensiva, mezcla de asombro y de irritación. A él le debo mis primeras lecturas de autores libertarlos. Yo le prestaba libros de literatura --novelas, poesía-- y unas cuantas obras de autores socialistas que habla encontrado entre los libros de mi padre. Unos meses después intentamos sublevar a nuestros compañeros y los incitamos a que se declarasen en huelga. El director llamó a la fuerza pública, cerraron la escuela por dos días y a nosotros nos llevaron a los separos de la Inspección de Policía. Pasamos dos noches en una celda. Una mañana nos liberaron y un alto funcionario de la Secretaría de Educación Pública nos citó en su despacho y nos recibió con un regaño elocuente; nos amenazó con la expulsión de todos los colegios de la República e insinuó que la suerte de Bosch podía ser peor, ya que era extranjero. Después varió de tono y nos dijo que comprendía nuestra rebelión: él también había sido joven. Acabó ofreciéndonos un viaje a Europa y unas becas... si cambiábamos de actitud. Bosch pasó de la palidez al rubor y del rubor a la ira violenta. Se levantó y le contestó; no recuerdo sus palabras, sí sus gestos y ademanes de molino de viento enloquecido. El funcionario nos echó a la calle...
 
            ...todos hemos sido,
el Gran Teatro del Inmundo,
jueces, verdugos, víctimas, testigos,
            todos
hemos levantado falso testimonio
            contra los otros
y contra nosotros mismos.
            y lo más vil: fuimos
el público que aplaude o bosteza en su butaca ...
 
 Aquellos días eran los de la campaña electoral de Vasconcelos, candidato a la presidencia. Yo participé en la gran huelga estudiantil de 1929 pero no en el movimiento vasconcelista, aunque grité "¡Viva Vasconcelos!". Él había encendido a los jóvenes. Bosch se convirtió en el centro de nuestro grupo. Fue nuestra conciencia. Nos enseñó a desconfiar de la autoridad y del poder; nos hizo ver que la libertad es el eje de la justicia. Su influencia fue perdurable: ahí comenzó la repugnancia que todavía siento por los jefes, las burocracias y las ideologías autoritarias.
 

                    A esta hora
                          los muros rojos de San Ildefonso
                son negros y respiran:
                                                  sol hecho tiempo,
                tiempo hecho piedra,
                                                  piedra hecha cuerpo...

 
En 1929 comenzó un México que ahora se acaba. La Revolución se había transformado en institución. Al año siguiente ingresé a la Escuela Nacional Preparatoria. Era espaciosa y sus columnas, arcos y corredores, tenían nobleza. Otra atracción de San Ildefonso: las pinturas murales de Orozco, Rivera, Siqueiros, Jean Charlot y otros. El primer mural que pintó Rivera estaba en mi escuela.

En San Ildefonso no cambié de piel ni de alma: esos años fueron no un cambio sino el comienzo de algo que todavía no termina, una búsqueda circular y que ha sido un perpetuo recomienzo: encontrar la razón de esas continuas agitaciones que llamamos historia.
 

Barrio dormido.
                         Andamos por galerías de ecos,
entre imágenes rotas:
                                      nuestra historia.

Callada nación de las piedras...

La juventud es un periodo de soledad pero, asimismo, de amistades fervientes. A uno de mis amigos se le ocurrió organizar una Unión de Estudiantes Pro-Obrero y Campesino, dedicada a la educación popular; también nos sirvió para difundir nuestras vagas ideas revolucionarias. Nuestra generación era violenta como los tiempos; desde la adolescencia los extremos se disputaban nuestras almas y nuestras voluntades. Casi todos nos habíamos inclinado hacia el marxismo; mejor dicho: hacia los partidos revolucionarios. Sería un error creer que el pensamiento marxista inspiraba nuestras actitudes. Lo que nos encendía era el prestigio mágico de la palabra revolución. Éramos neófitos de la moderna y confusa religión de la historia, con su culto a los héroes, su fe en el fin de los tiempos y en el comienzo de otros, los de la verdadera historia. Nuestro amor a la justicia era indistinguible de un profundo sentimiento de venganza en el que se mezclaban las fantasías y resentimientos íntimos de unos muchachos de la clase media mexicana con auténticas y obscuras, pero desnaturalizadas, aspiraciones religiosas. Hablábamos con frecuencia de "la solidaridad proletaria internacional" pero ¿los trabajadores eran internacionalistas? ¿Qué sabíamos de la clase obrera? Nunca vi en nuestras reuniones a un verdadero proletario. Nuestra pasión era una parodia de la verdadera religión. La ideología que habíamos abrazado con entusiasmo nos ofrecía un mediocre sucedáneo de la antigua trascendencia. Mi generación fue la primera que, en México, vivió como propia la historia del mundo, especialmente la del movimiento comunista internacional.
 
Las ideas se disipan,
                         quedan los espectros:
verdad de lo vivido y padecido.
Queda un sabor casi vacío:
                         el tiempo
--furor compartido--
                         el tiempo
--olvido compartido--
                         al fin transfigurado
en la memoria y sus encarnaciones...
Es natural sentir un poco de ternura por el muchacho que fuimos. Pero un poco de ironía y dos o tres coscorrones no le harían daño a ese fantasma juvenil. La política no era nuestra única pasión. Tanto o más nos atraían la literatura, las artes y la filosofía. Para mí y para unos pocos entre mis amigos, la poesía se convirtió, ya que no en una religión pública, en un culto esotérico oscilante entre las catacumbas y el sótano de los conspiradores. Descubríamos a la ciudad, al sexo, al alcohol, a la amistad.
Arde, árbol de pólvora,
                         el diálogo adolescente
súbito armazón chamuscado.
            12 veces
golpea el puño de bronce de las torres.
           La noche
estalla en pedazos,
los junta luego y a si misma,
intacta, se une.
            Nos dispersamos,
no allá en la plaza con sus trenes quemados,
                            aquí,
sobre esta página: letras petrificadas ...
 
Todos esos encuentros y descubrimientos se confundían inmediatamente con las imágenes y las teorías que brotaban de nuestras desordenadas lecturas. Leí a T. S. Eliot por primera vez y esa lectura me abrió las puertas de la poesía moderna. D. H. Lawrence me causó una impresión profunda, leí sus obras con entusiasmo o, más exactamente, con esa pasión ávida y encarnizada que sólo se tiene en la juventud. Leíamos los catecismos marxistas de Bujarin y Plejánov para, al día siguiente, hundirnos en la lectura de las páginas eléctricas de La gaya ciencia o en la prosa elefantina de La decadencia de Occidente. La influencia de la filosofía alemana era tal en nuestra universidad que en el curso de lógica nuestro texto de base era el de Alexander Pfänder, un discípulo de Husserl. En esos años comenzaron a traducirse las obras de Freud y las pocas librerías de la ciudad de México se vieron de pronto inundadas con el habitual diluvio de obras de divulgación. Nuestra gran proveedora de teorías y nombres era la Revista de Occidente. otras revistas fueron miradores para explorar los vastos y confusos territorios, siempre en movimiento, de la literatura y el arte; Sur, Contemporáneos, Cruz y Raya. Leíamos con una mezcla de admiración y deconcierto a T.S. Eliot y a Saint-John Perse, a Kafka y a Faulkner.
 
                        Plaza del Zócalo,
vasta como firmamento:
                        espacio diáfano,
frontón de ecos.
                   Allí inventamos,
entre Alíocha K. y Julián S.,
                  sinos de relámpago
cara al siglo y sus camarillas...
Pero ninguna de esas admiraciones empañaba nuestra fe en la Revolución de Octubre. Por esto, probablemente, uno de los autores que mayor fascinación ejerció sobre nosotros fue André Malraux, en cuyas novelas veíamos unida la modernidad estética al radicalismo político.
                             México, hacia 1931.
Gorriones callejeros,
                         una bandada de niños
con los periódicos que no vendieron
                                    hace un nido.
Los faroles inventan,
                               en la soledumbre,
charcos irreales de luz amarillenta.
            Apariciones,
el tiempo se abre:
En 1930 yo tenía 16 años y era un fervoroso lector de poesía. En esos años un grupo de escritores mexicanos editaba la revista Contemporáneos. No siempre lograba comprender todo lo que aparecía en sus páginas. A mis amigos les ocurría lo mismo, aunque ni ellos ni yo lo confesábamos. Ante los textos de Valéry y Perse, Borges y Neruda, Cuesta y Villaurrutia, íbamos de la curiosidad al estupor, de la iluminación instantánea a la perplejidad. Aquellos misterios lejos de desanimarme, me espoleaban. El título de la revista aludía al propósito que los animaba: abrir puertas y ventanas para que entrase en México el aire fresco de la cultura del mundo. Durante los años en San Ildefonso conocí a varios escritores de esa revista. Al primero que traté fue a Carlos Pellicer, que me dio clase de literatura hispanoamericana en 1931. Al terminar la clase, nos paseábamos por los corredores del Colegio y a veces lo visitábamos en su casa de las Lomas de Chapultepec. He olvidado lo que me dijo acerca de Díaz Mirón y de Lugones, no los relatos de sus viajes y excursiones en Florencia y en Chichén-Itzá, ante las cataratas del Iguazú y bajo la luna del Bósforo. A veces nos leía sus poemas con una voz de ultratumba que me sobrecogía. Fueron los primeros poemas modernos que oí. Subrayo que los oí como lo que eran realmente: poemas modernos, a pesar de la manera anticuada con que su autor los recitaba. Gracias a él, conocí a otros poetas de su generación, como Villaurrutia, Cuesta, Novo y, más tarde, a José Gorostiza. Ellos me abrieron los ojos y me descubrieron la poesía moderna. La biblioteca de mi abuelo terminaba a principios del siglo veinte, de modo que hasta mi ingreso en la Nacional Preparatoria me enteré de que se habían publicado libros después de 1910. Proust fue una revelación para mí. Yo creía que, después de Zola, no se habían escrito novelas.

Mi descubrimiento de la poesía moderna de nuestra lengua comenzó cuando yo tenía unos dieciséis o diecisiete años. En unos pocos meses saltamos de los modernistas hispanoamericanos a la poesía moderna propiamente dicha: Huidobro y Guillén, Borges y Pellicer, Vallejo y García Lorca. Naturalmente la gran revelación de ese primer periodo de mi vida literaria fue la poesía de Pablo Neruda. Su primer gran libro --un libro que marcó a los que llegamos después-- se llama Residencia en la tierra.

Por esos años un grupo de jóvenes aprendices y poseídos por ideas radicales publicamos dos revistas, Barandal y Cuadernos del Valle de México. En 1931 apareció Barandal. La hacíamos cuatro amigos: Rafael López Malo, Salvador Toscano, Arnulfo Martínez Lavalle y yo. Duró siete números. En ella también colaboraron José Alvarado, Enrique Ramírez y Ramírez, Raúl Vega Córdoba, Manuel Rivera Silva y otros muchachos de nuestra edad o un poco mayores que nosotros, como Manuel Moreno Sánchez. No asistíamos a los mismos cursos, pero, gracias a Refael Solana y a Carmen Toscano, conocí a Efraín Huerta. Fuimos amigos y nunca dejamos de serlo.

Se nos ocurrió publicar, en cada número, como un suplemento aparte, poemas y textos de escritores que admirábamos: Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo. Los invitamos y todos ellos aceptaron. Con ese motivo visitamos a Novo, jefe del Departamento Editorial de la Secretaría de Educación Pública. Trabajando bajo sus órdenes, en un cuarto minúsculo, estaba Xavier Villaurrutia. Xavier no pretendía ser humilde ni inclinaba la cabeza: la erguía y la movía entre curioso y desdeñoso. Un pájaro que reconoce sus terrenos y define sus límites. Como Novo, era elegante pero, a diferencia de su amigo, buscaba la discreción. Vestía trajes grises y azules de tonos obscuros. Al caminar, con la mirada en alto, taconeaba con fuerza. Una fisonomía que habría sido más bien común de no ser por la humedad de los ojos --grandes y pardos bajo las cejas estrictas-- y la amplitud noble de la frente. Desde la primera vez que hablé con él me di cuenta de que sabía oír. Además, sabía responder. Dos virtudes raras, sobre todo entre escritores. Hablaba sin precipitación. A veces esta cualidad se transformaba en defecto: se le vela oírse. También desde el principio me sorprendió su hermosa voz,
grave y fluyendo como un río obscuro ...
 

Entre el hacer y el ver,
            acción o contemplación;
escogí el acto de palabras:
            hacerlas, habitarlas,
dar ojos al lenguaje.
            La poesía no es la verdad:
es la resurrección de las presencias,
                                      la historia
transfigurada en la verdad del tiempo no fechado...
 
Desde mi adolescencia he escrito poemas y no he cesado de escribirlos. Quise ser poeta y nada más. En 1933 publiqué Luna silvestre, un pequeño folleto de juventud. Escribía poemas que tenían que ver con una adolescencia dramática, desdichada. Pienso en "Nocturno", ''Otoño" e "Insomnio", escritos en momentos difíciles por un joven de 19 años. Pronto descubrí que la defensa de la poesía era inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado por los asuntos políticos y sociales. Yo no encontraba oposición entre la poesía y la revolución: las dos eran fascetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión.

La poesía moderna de nuestra lengua nos unió en un culto y nos dividió en pequeñas cofradías. Unos juraban por Huidobro y otros por Neruda, unos por García Lorca y otros por Alberti. En Cuadernos del Valle de México habían aparecido algunos poemas de Alberti, uno de nuestros poetas favoritos. En 1934, ya en la Facultad de Derecho, supimos que visitaría México en gira de propaganda en favor, si mi recuerdo es exacto, del Socorro Rojo Internacional. Alberti acababa de ingresar en el Partido Comunista Español y su gesto nos había conmovido y, también, desconcertado. En una ocasión nos reunimos con él en un bar. Cada uno de nosotros leyó uno o dos poemas. Alberti escuchaba con cortesía aunque, hay que confesarlo, sus comentarios eran parcos y poco entusiastas. Cuando llegó mi turno vacilé: mis poemas no eran sociales ni combativos, como los de los otros, sino más bien íntimos. Sentí un poco de vergüenza: de pronto me pareció que leer aquellos textos era como incurrir en una confesión no pedida. Alberti reparó en mi turbación. Al salir me llamó aparte y me dijo: "En lo que escribes hay una búsqueda de lenguaje y por eso tus poemas, en el fondo, son más revolucionarios que los de ellos. Tú te propones explorar un territorio desconocido --tu propia intimidad-- y no pasearte por parajes públicos en donde no hay nada que descubrir." No he olvidado nunca sus palabras...

Cierro los ojos,
             oigo en mi cráneo
los pasos de mí sangre,
                  oigo
pasar el tiempo por mis sienes.
                        Todavía estoy vivo.
El cuarto se ha enarenado de luna.
                        Mujer:
fuente en la noche.
           Yo me fío a su fluir sosegado.
 
 
Guillermo Sheridan y Gustavo Jiménez Aguirre
(Selección y montaje de textos)
 
Primera edición: periódico Reforma, 7 de abril de 1994,  pp. 12D y 13D
 
 
 
(1914-1924)  (1934-1944) 


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