OCTAVIO PAZ POR ÉL MISMO
1934-1944
 
 
No hay antes ni después. ¿Lo que viví
lo estoy viviendo todavía?
¡Lo que viví! ¿Fui acaso? Todo fluye:
Lo que viví lo estoy muriendo
todavía... 1  
 
Entre 1935 y 1938 el observador más distraído podía advertir que una nueva generación literaria aparecía en México: un grupo de muchachos, nacidos alrededor de 1914, se manifestaba en los diarios, publicaba revistas y libros, frecuentaba ciertos cafés y concurría a las salas de teatro experimental, a las exposiciones de pintura, a los conciertos y a las conferencias.

Las primeras publicaciones de los nuevos escritores fueron revistas de poesía. Rafael Solana dirigió Taller poético, donde aparecieron todos los poetas de valía de esos años, de Enrique González Martínez y Carlos Pellicer a los más jóvenes, como Alberto Quintero Álvarez y Efraín Huerta.

Aquellos jóvenes también asistíamos -gran diferencia con la generación anterior- a las reuniones políticas de las agrupaciones de izquierda. Las relaciones de esa generación con la precedente (la de Contemporáneos) eran ambiguas: nos unía la misma soledad frente a la indiferencia y hostilidad del medio así como la comunidad en los gustos y las preferencias estéticas. Los jóvenes habíamos heredado la “modernidad” de los Contemporáneos , aunque no tardamos en modificar por nuestra cuenta esa tradición con nuevas lecturas e interpretaciones; al mismo tiempo, sentíamos cierta impaciencia (y Efraín Huerta verdadera irritación) ante la frialdad y la reserva con la que la generación anterior veía a las luchas revolucionarias mundiales y su no velado desvío ante la potencia que, para nosotros, encarnaba el lado “positivo” de la historia: la Unión Soviética.

Ya he contado cómo conocí a los poetas de Contemporáneos cuando era estudiante. En 1935 conocí a Jorge Cuesta. Eran los días en que se debatía el tema de la “educación socialista”. La disputa llegó a la Universidad. El Consejo Universitario discutió con pasión el asunto. Los estudiantes nos agolpábamos en los patios y los corredores del edificio. La lenta marea humana me empujo hacia las puertas en el momento en que salía Cuesta. Alto, delgado, elegante, vestido de gris, rubio, ojos de perpetuo asombro, labios gruesos, nariz ancha, extraña fisonomía de inglés negroide. Comenzó, en medio de la multitud y los gritos, una conversación entrecortada. A los pocos minutos dijo:
-¿Le interesa mucho lo que ocurre aquí?
-No demasiado. ¿Y a usted?
-Tampoco. Lo invito a comer.

Salimos de San Ildefonso y Jorge me llevó a un restaurante. Mi emoción y mi nerviosismo deben de haberle divertido. Era la primera vez que yo comía en un lugar elegante ¡y con Jorge Cuesta! Hablamos de Lawrence y de Huxley, de Gide y de Malraux, es decir, de la curiosidad y de la acción. Esas horas fueron mi primera experiencia con el prodigioso mecanismo mental que fue Jorge Cuesta. Al hablar de mecanismo no pretendo deshumanizarlo; era sensible, refinado y profundamente humano. Pero su inteligencia era más poderosa que sus otras facultades; se le veía pensar y sus razonamientos se desplegaban ante sus oyentes como si fueran algo pensado no por sino através de él. Una noche tuve la rara fortuna de oírlo contar, como si fuese una novela, uno de sus ensayos más penetrantes: El clasicismo mexicano. Luego me envió un ejemplar de la revista en la que aparecía el ensayo; al leerlo, el deslumbramiento inicial se transformó en algo más hondo y más duradero: una reflexión que todavía no termina. Desde quellos días mis ideas sobre la literatura han cambiado pero, sin la conversación de aquella noche, tal vez yo no habría comenzado a pensar sobre estos temas. Tampoco habría logrado hacerlo con un poco de rigor e independencia.

En esos años llegó a México el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. Era casi de la misma edad que los Contemporáneos, venía de Europa y su conocimiento de la vanguardia europea era directo. En sus poemas y en su actitud se reunían al fin de las dos mitades que a Huerta y a mí nos parecían fatalmente irreconocibles y, al mismo tiempo, inseparables: la visión y la subversión, la rebelión y la revelación. La actividad de Cardoza y Aragón fue aislada y marginal; por eso mismo, decisiva. Por una parte, estaba muy cerca de los Contemporáneos. Por otra, sus simpatías morales y políticas lo inclinaban hacia las ideas que defendían los escritores y artistas que, en esos años, fundaron la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios). Recuerdo aquella noche en que Huerta, Revueltas y yo, en una sala de la LEAR, ante un público hostil y frente a los anatemas de algunos obispos y coadjutores, oímos a Cardoza defender a la poesía, no como una actividad al servicio de la Revolución, sino como la expresión de la perpetua subversión humana. Cardoza fue el puente entre la vanguardia y los poetas de mi edad. Puente tendido no entre dos orillas sino entre dos oposiciones. La unidad entre la actividad poética y la revolucionaria no tardó en resolverse en discordia...

Mi padre murió en la estación del ferrocarril en los Reyes-La Paz el 8 de marzo de 1936.
 

                            (...Aparece
la caja desencajada:
                             entre tablones hendidos
el sombrero gris parla,
                                el par de zapatos,
el traje negro de abogado.
                                Huesos, trapos, botones:
montón de polvo súbito
                                a los pies de la luz.
Fría, no usada luz,
                           casi dormida,
luz de la madrugada
                            recién bajada del monte,
pastora de los muertos.
                                  Lo que fue mi padre
cabe en este saco de lona
                                     que un obrero me tiende
mientras mi madre se persigna.) 2
 
En 1936 abandoné los estudios universitarios y la casa familiar. Fue mi primera salida. Aunque terminé mi educación universitaria, me rehusé a presentar la tesis. Me negué en convertirme en abogado. Yo sólo quería ser un poeta y, aunque parezca extraño, un revolucionario.
 
(...Es en la madrugada.
Quiero decir adiós a este pequeño mundo,
único mundo verdadero...) 3
En los primeros días de enero de 1937 apareció un pequeño libro mío (Raíz del hombre). Cuesta escribió un artículo y lo publicó en el número inicial de Letras de México. La nota de Cuesta no fue del agrado de algunos de sus amigos, que veían de reojo mis poemas y mis opiniones políticas. Poco después, Jorge me invitó a una comida y mencionó que asistirían otros amigos suyos. Quedamos en que pasaría a recogerlo a su oficina. Cuando llegué, me encontré en la antesala con Xavier Villaurrutia. Me dijo que él y Cuesta me llevarían a la comida y me dio los nombres de los otros asistentes: el grupo de Contemporáneos en pleno. De pronto me di cuenta de que se me había invitado a una suerte de ceremonia de iniciación. Mejor dicho, a un examen: yo iba a ser el examinado y Xavier y Jorge mis padrinos. Me interrogaron largamente sobre la contradicción que les parecía advertir entre mis opiniones políticas y mis gustos poéticos. Les respondí como pude. Si mi dialéctica no los convenció, debe de haberlos impresionado mi sinceridad pues me invitaron a sus comidas mensuales.

Pasé una temporada difícil aunque no por mucho tiempo: el gobierno había establecido en las provincias unas escuelas de educación secundaria para hijos de obreros y campesinos. Y en 1937 me ofrecieron un puesto en una de ellas. La escuela estaba en Mérida, en el lejano Yucatán. Acepté inmediatamente: me ahogaba en la ciudad de México. Yucatán era México, pero también algo muy diferente. No sólo por la lejanía del centro sino por la influencia de los mayas. Aprendí algo que no he olvidado: México tiene otras tradiciones además de la del centro.

Inspirado por mi lectura de Eliot, se me ocurrió escribir un poema, Entre la piedra y la flor,
 

(...El henequén,
verde lección de geometría
sobre la tierra blanca y ocre.
Agricultura, comercio, industria, lenguaje.
Es la planta vivaz y es una fibra,
es una acción en la Bolsa y es un signo...)  4
en el que la aridez de la planicie yucateca, una tierra reseca y cruel, apareciese como la imagen de lo que hacía el capitalismo -que para mí era el demonio de la abstracción- con el nombre y la naturaleza: chuparles la sangre, sorberles su substancia, volverlos hueso y piedra.

Estaba en esto cuando sobrevino un periodo de vacaciones escolares. Decidí aprovecharlas, conocer Chichén-Itzá y terminar mi poema. Una mañana, mientras recorría el juego de pelota, un mensajero me tendió un telegrama que acababa de llegar de Mérida. Decía que tomase el primer avión disponible pues se me había invitado a participar en el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que se celebraría en Valencia y en otras ciudades de España en unos días más. Apenas si había tiempo para arreglar el viaje. En México me enteré de la razón del telegrama: la invitación había llegado hacía más de un mes, pero el encargado de estos asuntos en la LEAR, el escritor cubano Juan Marinello, había decidido transmitirla por la vía marítima: la invitación llegaría un mes después, demasiado tarde. Me enteré de que otro invitado, Carlos Pellicer, tampoco había recibido el mensaje. ¿Por qué los organizadores habían invitado a dos escritores que no pertenecían a la LEAR? Ya en España, Arturo Serrano Plaja, uno de los encargados (junto con Alberti y Neruda), me refirió lo ocurrido: no les pareció que ninguno de los escritores de la LEAR fuera representativo de la literatura mexicana de esos días y habían decidido invitar a un poeta conocido y a uno joven, ambos amigos de la causa y ambos sin partido.

Hice el viaje con dos mexicanos, Pellicer y José Mancisidor, y dos cubanos, Marinello y Nicolás Guillén. Al llegar a París, al bajarme del tren, vino hacia mí un hombre alto que gritaba: ¡Octavio Paz!, ¡Octavio Paz!. Era Neruda. Al verme me dijo: “¡Pero qué joven eres!”. En seguida fuimos amigos. En París nos unimos a un grupo más numeroso: Malraux, Stephen Spender, Ilya Ehrenburg, y viajamos juntos hacia Barcelona. André Gide había publicado su Regreso de la URSS y se había convertido de santón revolucionario en horrible tránsfuga. No fui el único en reprobar esos ataques, aunque muy pocos se atrevieron a expresar en público su inconformidad. Entre los que compartían mis sentimientos se encontraba un grupo de escritores cercanos a la revista Hora de España: María Zambrano, Anotonio Sánchez Barbudo, Ramón Gaya, Juan Gil-Albert, Arturo Serrano Plaja. Pronto fueron mis amigos. La ponencia de ese grupo en el Congreso de Valencia fue para nosotros el punto de partida de una larga campaña en defensa de la libre imaginación. Me unía a ellos no sólo la edad sino los gustos literarios, las lecturas comunes y nuestra situación peculiar frente a los comunistas. Todos resentían la contínua intervención del Partido en sus opiniones y en la marcha de la revista. Algunos de sus colaboradores -los casos más sonados habían sido los de Luis Cernuda y León Felipe- incluso habían recibido interrogatorios.

Conocí a Luis Cernuda en el verano de 1937, en Valencia. Una mañana acompañé a Juan Gil-Albert, que era el secretario de Hora de España, a la imprenta en donde se imprimía la revista. Ahí encontramos a Cernuda, que corregía algunas de sus colaboraciones. Gil-Albert me presentó y él, al escuchar mi nombre, me dijo: “Acabo de leer su poema y me ha encantado.” Se refería a Elegía a un joven muerto en el frente de Aragón
 

(...Has muerto, camarada,
en el ardiente amanecer del mundo.
Has muerto cuando apenas
tu mundo, nuestro mundo, amanecía.
Llevabas en los ojos, en el pecho,
tras el gesto implacable de la boca,
un claro sonreír, un alba pura...)  5
Que debía aparecer en el próximo número de Hora de España y que uno de mis amigos le había mostrado en pruebas de imprenta. Le respondí con algunas frases entrecortadas y confusas. Admiraba al poeta pero ignoraba que la cortesía del hombre era igualmente admirable.
 
                     (...En un cuarto perdido
inmaculada la camisa única
correcto y desesperado
escribe el poeta las palabras prohibidas...)  6
Sus maneras eran simples y reservadas, una indefinible mezcla de anglicismos y andalucismos. Conversamos un rato, probablemente a cerca de la vida en Valencia durante aquellos días y de la creciente fiscalización que los “sacripantes del Partido”, como los llama en un poema, ejercían sobre los escritores. En esta rápida conversación se mostró caústico, inteligente y rebelde.

Mis impresiones más profundas y duraderas de aquel verano de 1937 no nacieron del trato con los escritores. Me conmovió el encuentro con España y con su pueblo: ver con mis ojos y tocar con mis manos el mundo que desde mi niñez conocía por mis lecturas y por los relatos de mis abuelos; trabar amistad con los poetas españoles y ante todo, el trato con los soldados, los campesinos, los obreros, los maestros de escuela... Con ellos y por ellos aprendí que la palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de los hombres, el pan compartido. Una noche tuve que refugiarme con Manuel Altolaguirre y Serrano Plaja en una aldea vecina a Valencia mientras la aviación enemiga, detenida por las baterías antiaéreas, descargaba sus bombas en la carretera. El campesino que nos dio albergue, al enterarse de que yo venía de México, salió a su huerta a pesar del bombardeo, cortó un melón y, con un pedazo de pan y un jarro de vino, lo compartió con nosotros.

En otra ocasión visité con otro pequeño grupo la Ciudad Universitaria de Madrid, que era parte del frente de guerra. Al llegar a un amplio recinto, cubierto de sacos de arena, el oficial nos pidió que guardásemos silencio. Oímos del otro lado del muro, claras y distintas, voces y risas. Pregunté en voz baja: ¿Quiénes son? Son los otros, me dijo el oficial. Sus palabras me causaron estupor y, después, una pena inmensa. Esos soldados a los que no veía, pero que escuchaba, eran mis enemigos. Al oírlos me dije: esas voces son humanas, como la mía. Comencé a pensar que quizá la lucha era absurda o, al menos, inexplicable: ¿Por qué matar al que no piensa como nosotros? Por su puesto no podía confiar a nadie mis dudas. Habrían creído que era un traidor. Y no lo era. Quise enrolarme en el Ejército Republicano y fui rechazado. Me dijeron que un escritor joven como yo era más útil con la máquina de escribir que con un fusil: debía regresar a México y trabajar en favor de la causa republicana. Y eso fue lo que hice.

Regresé a México, realicé diversos trabajos de propaganda en favor de la República Española y participé en la fundación de El Popular, un periódico que se convirtió en el órgano de la izquierda mexicana. En esos años se desató en la prensa radical una campaña en contra de Lev Trotski, asilado en nuestro país. Al lado de las publicaciones comunistas, se distinguió por su virulencia la revista Futuro, en la que yo aveces colaboraba. El director Vicente Lombardo Toledano, nos pidió a mí y a José Revueltas que escribiésemos un editorial. “Conozco sus reservas -me dijo- pero tendrá usted que convenir, por lo menos, en que objetivamente Trotski y su grupo colaboran con los nazis. Su actitud sirve al ememigo y así, de hecho, es una traición.” Su argumento me pareció un sofisma despreciable. Me negué a escribir lo que se me pedía y me alejé de la revista.

Vivía muy difícilmente y con empleos extravagantes. Por ejemplo, durante una época tuve que trabajar en el Banco Nacional contando billetes viejos que se iban a quemar.
 

(...Madura en el subsuelo
la vegetación de los desastres
                                          Queman
millones y millones de billetes viejos
en el Banco de México...)  7
A fines de 1938, Rafael Solana nos invitó a comer a Efraín Huerta a Quintero Álvarez y a mí. Nos dijo que había decidido transformar Taller poético en una revista literaria más amplia. Aceptamos inmediatamente y así se formó el pequeño grupo de “responsables”, como se decía en esos años, de la primera época de Taller. Después de publicado el primer número, Solana hizo un viaje a Europa. Nos encargamos de los tres números siguientes Quintero Álvarez y yo. Huerta nos ayudó a veces, y también, a su regreso, Solana. Nuestra generación sufrió muchas pérdidas: aparte de las defecciones y de los destrozos del alcohol, hubo muertes tempranas, como las de Quintero Álvarez y Rafael Toscano, suicidios como los de Vega Albela y José Ferrel, el traductor de Rimbaud y Lautréamont. Nuestra “modernidad” no era la de los Contemporáneos ni la de los poetas españoles de la Generación del 27. Tampoco nos definía el “realismo social” (o socialista) que comenzaba en esos años ni lo que después se llamaría “poesía comprometida”. Con la excepción de Huerta, los poetas mexicanos que escribíamos en Taller vimos siempre con recelo a la poesía social. Nuestros afanes y preocupaciones eran confusos pero en su confusión misma se dibujaba ya nuestro tema: poesía e historia. No nos interesaba el lenguaje del surrealismo ni sus teorías, sino su afirmación intransigente de ciertos valores que considerábamos preciosos entre todos: la imaginación, el amor y la libertad, únicas fuerzas capaces de consagrar al mundo y volverlo de veras otro. Admiré a André Breton como poeta y escritor. Me conquistó su exaltación del amor libre, la poesía y la rebelión. Su libro El amor loco, me había impresionado profundamente.
 
             (...El surrealismo ha sido el clavo ardiente en la
frente del geómetra y el viento fuerte que a media noche
levanta las sábanas de las vírgenes...
             ...El surrealismo ha sido el puñado de sal
que disuelve los tlaconetes del realismo socialista...)  8
 
Nada más natural que en ese estado de espíritu volviésemos los ojos hacia ciertos poetas de nuestra lengua tocados por el surrealismo: Cernuda, Vicente Aleixandre, García Lorca, Alberti. Creo que ellos influyeron más profundamente en nuestra generación que los Contemporáneos. A pesar de que colaboraron, la revista tuvo características propias, inconfundibles y que distinguen a nuestra generación. Desde el principio nos propusimos guardar nuestra distancia y en el número dos (abril de 1939) publiqué una nota, “Razón de ser”, en la que subrayaba todo lo que nos unía y todo lo que nos separaba de los Contemporáneos.

En 1939 llegaron a México los republicanos españoles desterrados. Los recibimos con emoción: en Taller habíamos vivido la guerra de España como si fuese nuestra. Entre los refugiados se encontraban algunos de los jóvenes de la revista Hora de España que había conocido allá. Se me ocurrió invitarlos para que formasen parte del cuerpo de redacción de Taller. La mayoría de mis amigos mexicanos aprobó la idea y así ingresaron en nuestra revista Juan Gil-Albert, Ramón Gaya, Antonio Sánchez Barbudo, Lorenzo Varela y José Herrera Petere. Más tarde invitamos a dos mexicanos y a un español: José Alvarado, Rafael Vega Albela y Juan Rejano. Me nombraron  director y secretario a Gil-Albert. El ingreso de los jóvenes españoles no fue sólo una definición política sino histórica y literaria. Fue un acto de fraternidad pero también fue una declaración de principios: la verdadera nacionalidad de un escritor es su lengua. La defensa de la libertad de la imaginación, frente a la confusión entre arte y propaganda, continuaría en 1943 con la aparición de la revista El Hijo Pródigo, en la que se unieron dos generaciones, la de Contemporáneos y la nuestra.

En los primeros meses de 1940 la editorial Séneca, que dirigía José Bergamín, nos encargó a Villaurrutia, Emilio Prados, Gil-Albert y a mí, una antología de la poesía moderna en lengua española. A mí se me ocurrió la idea. Queríamos demostrar la unidad y continuidad de esa poesía. Ya en prensa el libro (Laurel), Neruda se negó a figurar en él. Yo era buen amigo de Neruda. Cuando vino a México en 1940 como cónsul general de Chile nuestro trato, durante los primeros meses de su estancia, fue más bien íntimo. Él era ya el gran poeta de América y yo me iniciaba en las letras. Era generoso y su cordialidad no tenía más defecto que el de su exceso; su afecto, a veces, aplastaba como una montaña. Yo era demasiado rebelde y celoso de mi independencia. Los pequeños resquemores del amor propio se mezclaron pronto a las divergencias estéticas y, sobre todo, políticas. A medida en que él se hacía más y más estalinista, yo me desencantaba de Stalin. No tenía simpatía por algunos poetas que eran mis amigos, como Villaurrutia, y le irritaba que yo los defendiese. Además se peleó con algunos escritores españoles que habían sido sus íntimos y yo me negué a seguirlo en esas disputas. Acabamos por pelear -casi a golpes- y dejamos de hablarnos.

Al comenzar 1942 -cuando apareció lo que puede llamarse mi primer libro, A la orilla del mundo (un libro que luego se fue alejando de mí poco a poco)- conocí a un grupo de intelectuales que ejercieron una influencia benéfica en la evolución de mis ideas políticas: Víctor Serge, Benjamín Péret, Jean Malaquais y otros. Estas nuevas amistades rompieron un poco mi aislamiento. Mis nuevos amigos venían de la oposición de izquierda. El más notable era Victor Serge. Primer secretario de la Tercera Internacional, había conocido a los grandes bolcheviques. Miembro de la oposición, Stalin lo había desterrado en Siberia y luego, gracias a Gide y a Malraux, lo expulsó de la URSS. Serge fue para mí un ejemplo de la fusión de dos cualidades opuestas: la intransigencia moral e intelectual con la tolerancia y la compasión. Aprendí que la política no es sólo acción sino participación. Tal vez, me dije, no se trata tanto de cambiar a los hombres como de acompañarlos y ser uno de ellos.

Tuve tremendos problemas a pesar de mis nuevas amistades. Me ahogaba en México y llegué a la conclusión de que tenía que salir si no quería morirme de asfixia, tedio y rabia. Solicité, y obtuve, una beca Guggenheim y fui a dar a los Estados Unidos, primero a Berkeley y después a Nueva York. Vivir en los Estados Unidos durante la guerra fue tonificante. Tiré la política y sus debates al cesto y me sumergí en la poesía.
 

(...las ideas se comieron a los dioses
                                                     los dioses
se volvieron ideas
                          grandes vejigas de bilis
las vejigas reventaron
                               los ídolos estallaron
pudrición de dioses...)  9
No conocí a nadie. Comencé a leer a los poetas norteamericanos. Cuando terminó la beca me encontré sin dinero y cerca de la miseria. Pero era feliz. Fue uno de los periodos más felices de mi vida...
 
 
 
 
Guillermo Sheridan y Gustavo Jiménez Aguirre
(Selección y montaje de textos)
 
Primera edición: periódico Reforma, 8 de abril de 1994,  pp. 12D y 13D
 
 
(1924-1934)  (1944-1954) 


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