En mi niñez había
vivido en California pero el verdadero encuentro comenzó en 1943
y se prolongó hasta diciembre de 1945. Solicité ¡y
obtuve! una beca Guggenheim. Esto era en plena guerra mundial, en la época
de la gran alianza entre los rusos y los norteamericanos. Yo me encontraba
en una situación muy difícil, no sólo en el sentido
material sino en el moral y el político. En fin, sentí que
me ahogaba en México y que tenía que cambiar de país
si no quería morirme de asfixia, tedio y rabia. Por fortuna, conseguí
la beca y fui a dar a los Estados Unidos. Viví en San Francisco
y en Nueva York, pasé un verano en Vermont y dos semanas en Washington,
desempeñé oficios diversos, traté toda clase de gente,
pasé estrecheces, conocí días de exaltación
y otros de abatimiento, leí incansablemente a los poetas ingleses
y norteamericanos y, en fin, comencé a escribir unos poemas libres
de la retórica que asfixiaba a la poesía que, en esos años,
escribían los jóvenes en Hispanoamérica y en España.
Destino del poeta¿Palabras? sí, de aire,
y en el aire perdidas.
Déjame que me pierda entre palabras,
déjame ser el aire en unos labios,
un soplo vagabundo sin contornos,
breve aroma que el aire desvanece.También la luz en sí misma se pierde.
Escribí ese poema [“Soliloquio de medianoche”] en 1944, en los Estados Unidos, cuando finalizaba la segunda guerra mundial. Atravesaba por un periodo de duda y desaliento. Me sentía anonadado, pequeño e impotente ante la inmensa, insensata carnicería (todavía no sabíamos lo peor: lo ocurrido en los campos de concentración de los nazis). Quise expresar mi incertidumbre, mis náuseas ante la historia y ante mí mismo. No lo conseguí: el horror de nuestra época sobrepasa a todos los poemas.Intenté salir a la noche
y al alba comulgar con los que sufren,
mas como el rayo al caminante solitario
sobrecogió a mi espíritu una lívida certidumbre:
había muerto el sol y una eterna noche amanecía,
más negra y más oscura que la otra,
y el mundo, los árboles, los hombres, todo, yo mismo,
sólo éramos los fantasmas de mi sueño,
un sueño eterno, ya sin día ni despertar posible,
[...]
Porque nada, ni siquiera la muerte, acabaría con este
sueño.
Mi estancia en los Estados Unidos
fue una gran experiencia, no menos decisiva que la de España. Por
una parte, la realidad asombrosa y terrible de la civilización norteamericana;
por otra, la lectura y descubrimiento de unos cuantos grandes poetas: Eliot,
Pound, William Carlos Williams, Wallace, Stevens, Cummings.
El pachuco y otros extremosEpitafio para un poetaQuiso cantar, cantar
para olvidar
su vida verdadera de mentiras
y recordar
su mentirosa vida de verdades.
Empecé a comprender lo que significaba ser mexicano porque me sentí solidario de los mexicanos maltratados, de los “pachucos”, de los que ahora llaman chicanos. Me sentí un chicano y pensé que el chicano era uno de los extremos del mexicano. Me di cuenta de que los mexicanos teníamos la posibilidad de convertirnos en ese ser oprimido, marginal que es el pachuco. Me reconocí en los pachucos y en su loca rebeldía contra su presente y su pasado. Rebeldía resuelta no en una idea sino en un gesto. Recurso del vencido: el uso estético de la derrota, la venganza de la imaginación. Volví a la pregunta sobre mí y mi destino de mexicano.-Éramos tres: un negro, un mexicano
y yo. Nos arrastramos por el campo,
pero al llegar al muro una linterna...
(-En la ciudad de piedra
la nieve es una cólera de plumas.)
-Nos encerraron en la cárcel.
Yo le menté la madre al cabo.
Al rato las mangueras de agua fría.
Nos quitamos la ropa, tiritando.
Muy tarde ya, nos dieron sábanas.
Encuentros l: Robert FrostEl pachuco no quiere volver a su origen mexicano;
tampoco -al menos en apariencia- desea fundirse
a la vida norteamericana. Todo en él es impulso que
se niega a sí mismo, nudo de contradicciones,
enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo:
pachuco, vocablo de incierta filiación, que dice nada
y dice todo... Queramos o no, estos seres son
mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el
mexicano.
Incapaces de asimilar una civilización que, por lo
demás, los rechaza, los pachucos no han encontrado
más respuesta a la hostilidad ambiente que esta
exasperada afirmación de su personalidad. El
pachuco ha perdido toda su herencia: lengua,
religión, costumbres, creencias. Sólo le queda un
cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas
las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo
tiempo, lo destaca y aísla: lo oculta y lo exhibe. En la
persecución alcanza su autenticidad, su verdadero
ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que
no pertenece a parte alguna. El pachuco es la presa
que se adorna para llamar la atención de los cazadores.La persecución lo redime y rompe su soledad: su
salvación depende del acceso a esa misma sociedad
que aparenta negar.
Después de veinte minutos
de caminar por la carretera, bajo el sol de las tres, llegué por
fin al recodo. Torcí hacia la derecha y empecé a trepar la
cuesta. Me dirigí hacia la cabaña. Era una casita de madera
vieja y despintada, grisácea por los años. Las ventanas no
tenían cortinas: me abrí paso entre las hierbas y me asomé.
Adentro, sentado en un sillón, estaba el viejo.
-Mi hija
me ha dicho que el paisaje de su país es muy dramático.
-La naturaleza
es hostil allá abajo. Además, somos pocos y débiles.
Al hombre lo devora el paisaje y siempre hay el peligro de convertirse
en cacto.
-Me han
dicho que los hombres se están quietos por horas enteras, sin hacer
nada.
-Por las
tardes se les ve, inmóviles, al borde de los caminos o a la entrada
de los pueblos.
-¿Así
piensan?
-Es un
país que un día se va a convertir en piedra. Hay pajaritos
de barro cocido y es muy extraño verlos volar y oírlos cantar,
porque uno se acaba de acostumbrar a la idea de que son pájaros
de verdad.
-La vida
es como la poesía, cuando el poeta escribe un poema. Empieza por
ser una invitación a lo desconocido: no se sabe si en el próximo
verso nos espera la poesía o si vamos a fracasar. Y esa sensación
de peligro mortal acompaña al poeta en toda su aventura.
-Tiene
usted razón. La poesía es la experiencia de la libertad.
El poeta se arriesga, se juega el todo por el todo del poema de cada verso
que escribe.
-Y no
se puede uno arrepentir. Cada acto, cada verso, es irrevocable, para siempre.
En cada verso uno se compromete para siempre. Pero ahora la gente se ha
vuelto irresponsable. Nadie quiere decidir por sí mismo. Como esos
poetas que imitan a sus antecesores.
-¿No
cree usted en la tradición?
-Sí,
pero cada poeta ha nacido para expresar algo suyo. Y su primer deber es
negar a sus antepasados, a la retórica de los anteriores. Cuando
empecé a escribir me di cuenta de que no me servían las palabras
de los antiguos; era necesario que yo mismo me creara mi propio lenguaje.
Y ese lenguaje -que sorprendió y molestó a muchas personas-
era el lenguaje de mi pueblo, el lenguaje que rodeó mi infancia
y mi adolescencia. Tuve que esperar mucho tiempo para encontrar mis palabras.
El poeta crea su propio lenguaje. Y luego debe luchar contra esa retórica.
Nunca debe abandonarse a su estilo.
-No hay
estilos poéticos. Cuando se llega al estilo, la literatura sustituye
a la poesía.
-Esa era
la situación de la poesía norteamericana cuando empecé
a escribir. Allí empezaron todas mis dificultades y mis aciertos.
Y quizá sea necesario luchar contra la retórica que hemos
creado. Hay que mofarse un poco de todo esto. Desconfíe de los que
no saben reír.
Y se reía con una
risa de hombre que ha visto llover y, también, de hombre que se
ha mojado. Nos levantamos y salimos a dar una vuelta. Bajamos por la colina.
El perro salta delante de nosotros. Al salir me dijo:
-Y sobre
todo desconfíe de los que no saben reírse de sí mismos.
Poetas solemnes, profesores sin humor, profetas que sólo saben aullar
y discursear. Todos esos hombres son peligrosos.
Llegamos al recodo. Vi el
reloj: habían pasado más de dos horas.
- Creo
que me debo ir. Me esperan allá abajo, en Bread Loaf.
Me tendió la mano:
-¿Sabe
el camino?
-Sí
-le contesté. Y le estreché la mano. Cuando me había
alejado unos pasos, oí su voz:
-¡Vuelva
pronto! Y cuando regrese a Nueva York, escríbame. No lo olvide.
Llegué a París en diciembre de 1945. Francisco Castillo Nájera había sido amigo de mi padre y había participado, como él, en la Revolución Mexicana. Lo nombraron Ministro de Relaciones Exteriores y me ofreció ingresar en el servicio diplomático. Yo en aquellos días (1945) vivía con mucha dificultad y pobreza en Nueva York, de modo que acepté desde luego. El poeta José Gorostiza, admirable poeta, era el Jefe del Servicio Diplomático y decidió enviarme a París. Un París sin gasolina, sin calefacción, racionado, hambriento y en el que medraban las sanguijuelas del mercado negro. En Francia los años de la segunda postguerra fueron de penuria pero de gran admiración intelectual. Fue un periodo de gran riqueza, no tanto en el dominio de la literatura propiamente dicha, como en el de las ideas y el ensayo. Yo seguía con ardor los debates filosóficos y políticos. Atmósfera encendida: pasión por las ideas, rigor intelectual y, asimismo, una maravillosa disponibilidad. Al poco tiempo encontré amigos afines a mis preocupaciones intelectuales y estéticas.
Cuando llegué a París,
el existencialismo era lo que estaba de moda. Pero el existencialismo de
Sartre no me decía nada sobre lo que era importante para mí,
sobre el centro de mi vida que era la poesía. En aquel momento el
único movimiento en decadencia, pero vivo todavía, era el
surrealismo. Y era un movimiento que política y moralmente coincidía
en lo fundamental conmigo, porque habla de algo que se vio en el 68, pero
que parecía ridículo entonces: la importancia de las pasiones.
Es decir, el hombre no sólo es un ser que trabaja, es también
un ser que sueña, un ser que desea.
Encuentros ll: Albert Camus
La primera vez que vi a Camus fue
en un homenaje a Antonio Machado, en París. Los oradores fuimos
Jean Cassou y yo; María Casares recitó unos poemas. A la
salida, terminando el acto, un desconocido de gabardina se me acercó
para manifestarme calurosamente su aprobación por lo que yo había
dicho. María Casares me dijo: es Albert Camus. Eran los años
de su celebridad y yo era un poeta mexicano anónimo, perdido en
el París de la postguerra. Su acogida fue muy generosa. Nos vimos
después varias veces y juntos participamos, en 1951, en un mitin
en celebración del 18 de julio, organizado por un grupo de anarquistas
españoles y en el que participó también María
Casares. Leí algunos capítulos de L’Homme révolté
en revistas y él mismo me contó -por decirlo así-
el argumento general de la obra. Discutimos mucho algunos puntos -por ejemplo,
sus críticas a Heidegger y al surrealismo- y le previne que el capítulo
sobre Lautréamont provocaría la cólera de Bretón.
Así ocurrió. Creo que a todos nos dolió esa
escaramuza, sin excluir al mismo Bretón. Años después
le oí hablar de Camus con encomio.
En esos días Sartre estrenó
Le Diable et le Bon Dieu. Fui a una representación y me impresionó
la justificación jesuítica de la “eficacia” revolucionaria
que contiene esa obra. A los pocos días comí con Camus y
le dije: “Acabo de ver la pieza de Sartre y es una apología indirecta
del estalinismo. Cuando aparezca el libro de usted, Sartre lo atacará”.
Me miró con incredulidad y me respondió: “Tengo sólo
tres amigos en el mundo literario de París. Uno de ellos en Malraux.
Me he alejado de él por su posición política. Al otro
Sartre, me liga sobre todo una relación intelectual. El tercero,
al que me une algo más que las ideas, es el poeta René Char
-un amigo fraternal. Ninguno de los tres me atacará”. Me sorprendió
su respuesta y le dije: “Sí, Malraux nunca lo atacará. Se
lo prohibe su estética heroica y teatral: sería un gesto
indigno de su personaje. Char tampoco lo atacará: es un poeta y,
esencialmente, coincide con usted -o usted con él. Pero Sartre es
un intelectual y para él, a la inversa de Malraux, la vida de las
ideas es la verdaderamente real (aunque en su filosofía pretenda
lo contrario). Al hombre que ha escrito Le Diable et le Bom Dieu
révolté tiene que parecerle una herejía lo que usted
dice en L’ Homme révolté y condenará
a la herejía y al hereje en el Tribunal filosófico...” No
me creyó. Días después, la revista de Sartre desencadenó
el ataque en su contra. Llamé por teléfono a María
Casares: “¿Cómo está Alberto?” Me contestó:
“Se pasea por la casa como un toro herido”.
En Camus me encantó su amor, tan de hombre del Mediterráneo, por el sol y la belleza física, corporal. Para él los sentidos existían realmente y veía al mundo como un conjunto no sólo de signos sino de formas, formas que se podían ver, o leer, oír, tocar. Me inspiró admiración el temple de su carácter tanto como la claridad de su inteligencia y su generosidad. Amante de la libertad y solidario de las víctimas, pero irreductiblemente solitario. Un verdadero estoico, a la manera antigua. No enfrentó una ideología a la historia y sus desastres, como Sartre y Aragón, sino una lucidez. No fue un filósofo sino un artista, pero un artista que nunca renunció al pensamiento. Si la filosofía nos enseñaba a vivir y también a morir, si la filosofía no es sólo un saber, sino una sabiduría hay más sabiduría en los ensayos no filosóficos de Camus que en las disquisiciones de muchos filósofos.
Escribí ¿ Águila
o sol? entre 1949 y 1950. Me parece ser el libro mío más
cercano al surrealismo. En casi todos esos textos está, más
o menos presente, el automatismo. Nunca me entregué totalmente a
la escritura automática. El libro es una especie de mezcla de surrealismo
y preocupación por el mundo precolombino.
Fue una exploración del
subsuelo mítico de México y una autoexploración de
mi propio subsuelo.
Al poco tiempo de vivir yo en París, regresaron André Breton y Benjamin Péret. Éste último me llevó al café de la Palace Blanche, donde se reunían los surrealistas. A los pocos días, invitado por Breton y Péret, colaboraba en una revista y en manifestaciones surrealistas. Desde el punto de vista estético, la curva del surrealismo era descendente. Su gran hora había pasado ya. Yo llegué tarde. Pero hablo desde el punto de vista de la estética, punto de vista siempre insuficiente. El surrealismo, a pesar de que poética y artísticamente se había convertido en un manierismo, guardaba intactos sus poderes de revelación y subversión, no tanto en el arte como en la esfera de la moral pública y privada. Era menos actual que el existencialismo, pero era más vivo y sobre todo tenía más futuro, como ser vio después en los sucesos de mayo de 1968, en los que realmente lo que estaba detrás de la rebelión juvenil era sobre todo el pensamiento poético del surrealismo. Yo lo vi como un puente que me unía a la gran tradición romántica y simbolista y que, simultáneamente, me llevaba a un futuro inminente. Ya entonces me sentía, obscuramente, un postsurrrealista.
Al surrealismo le debemos, o al menos le debo yo, algo más que una poética y una estética. Le debemos una moral, una visión del mundo y, más que una idea, una sensibilidad, una manera de ver, sentir y vivir las ideas. En política le debemos la revaloración de la tradición libertaria y anarquista, fuente de salud frente a las tendencias de la izquierda y la derecha en nuestro siglo.
Debemos también a Breton el redescubrimiento de Fourier, ese mal llamado socialista utópico: su visión del hombre como un ser regido por la atracción pasional, no es utópica. Otra deuda con el surrealismo: su afirmación del amor único, el amor electivo. Los surrealistas estuvieron por la plena libertad sexual, pero como previa condición para que se pudiese realizar la operación más alta de Eros: la elección. En la esfera de nuestra tradición poética y espiritual, le debemos algo muy precioso: la revaloración de la corriente hermética desde los días en que Marcello Piccino descubre la tradición neoplatónica y hermética hasta la época contemporánea.
Es imposible comprender a los románticos,
a los simbolistas y a los contemporáneos si no se tienen en cuenta
las corrientes herméticas y ocultistas. En fin, el surrealismo fue,
ante todo y sobre todo, una escuela de rebelión, mejor dicho una
antiescuela.
***
III. PRIMER VIAJE AL ORIENTE
(1952) Y RETORNO A MÉXICO (1953)
Mutra
Recuerdo que una tarde, en Mutra,
ciudad sagrada del hinduismo, tuve ocasión de asistir a una pequeña
ceremonia a la orilla del Jumma. El rito es muy simple: a la hora del crepúsculo
un bramín asciende, sobre un pequeño templete, el fuego sagrado
y alimenta a las tortugas que habitan los márgenes del río;
después, recita un himno mientras los devotos tañen campanas,
cantan y queman incienso. Aquel día asistían a la ceremonia
dos o tres decenas de fieles de Krisna, cuyo gran santuario se encuentra
a cuantos kilómetros. Cuando el bramín hizo el fuego (¡y
qué débil aquella luz frente a la noche inmensa que empezaba
a levantarse frente a nosotros!) los devotos gritaron, cantaron y saltaron.
Sus contorsiones y gritos no dejaron de causarme desprecio y pena. Nada
menos solemne, nada más sórdido, que aquel fervor desmedrado.
Mientras crecía el pobre griterío unos niños desnudos
jugaban y reían; otros pescaban o nadaban. Inmóvil, un campesino
orinaba en el agua opaca. Unas mujeres lavaban. El río fluía.
Todo continuaba su vida de siempre y las únicas que parecían
exaltadas eran las tortugas, que alargaban el cuello para atrapar la comida.
Al fin, todo se quedó quieto. Los mendigos regresaron al mercado,
los peregrinos a sus mesones, las tortugas al agua. ¿A esto se reducía
el culto a Krisna?
Visión de la confusión
cósmica, revelación del caos. Entrañas del ser al
descubierto, reverso de la presencia, el caos es el amasijo primordial,
el antiguo desorden y, asimismo, la matriz universal. Experimenté
una sensación parecida en el gran verano de la India, durante mi
primer visita, en 1952. Caído en la gran boca jadeante, el universo
me pareció una inmensa, múltiple fornicación. Vislumbré
entonces el significado de la arquitectura de Konarak y el ascetismo erótico.
La visión del caos es una suerte de baño ritual, una regeneración
por la inmersión en la fuente original, verdadero regreso a la "vida
anterior". "Mutra" lo escribí en mi primer viaje a la India y en
este poeta hay una lucha en contra de la tentación a lo Absoluto,
y de ahí el elogio a la geometría, una invención griega
frente al imperialismo de lo sagrado y sus dioses.
El regreso
En 1953, tras nueve años de ausencia, regresé a México: era otra ciudad. Una ciudad todavía agradable aunque ya empezaba e convertirse en el monstruo de ahora. Encontré una nueva generación, muy distinta a la que había dejado. Cuando me fui, los escritores maduros eran los Contemporáneos y yo era uno delos escritores jóvenes. Cuando regresé, Rulfo había ya escrito sus obras maestras. Aparecían los primeros textos de Marco Antonio Montes de Oca, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Tomás Segovia. No tardarían en surgir Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis y, del lado de los prosistas, Salvador Elizondo, Juan García Ponce y otros. Esos muchachos me buscaron y no tardamos en hacernos amigos. De esas reuniones y conversaciones surgió la Revista Mexicana de Literatura.
Había dos refugios, dos islas: La Revista de la Universidad, que dirigía el poeta Jaime García Terrés, y el suplemento literario y artístico de Novedades, que dirigía Fernando Benítez. Había un grupo de muchachos de padres españoles: Xirau, García Ascot, Durán y otros. Pertenecen a estos años los experimentos teatrales de Poesía en voz alta. Jaime García Terrés había concebido Poesía en voz alta como una serie de espectáculos en los que jóvenes actores y actrices recitaran poemas. Nos invitaron, a Leonora Carrington y a mí, para encargarnos un programa de poesía surrealista, pero nosotros propusimos que en lugar de la declamación de poemas, se representasen obras breves, lo mismo clásicas que de vanguardia, y también, añadí yo en un arranque, obras nuestras. Yo no había escrito ninguna, y como me tomaron inmediatamente la palabras, mi imprudente proposición me obligó a escribir en dos semanas La hija de Rapaccini. Al lado de la literatura y el teatro, la pintura. En esos años regresó Rufino Tamayo y se generalizó la rebelión contra la academia de lugares comunes pictóricos. nacionalistas y pseudorevolucionarios en que había degenerado el muralismo. La acción de Juan Soriano y de otros solitarios y marginales como Gerzso, fue decisiva. Un poco más tarde aparecieron José Luis Cuevas y, casi simultáneamente, Felguérez, Gironella, Rojo, Lilia Carrillo y otros artistas. Amanecía otra vez en México. Pero lo que los sajones llaman el "establecimiento" artístico y literario seguía dormido y no enteró de que la sensibilidad artística y el temple intelectual habían cambiado radicalmente. Lo mismo sucedió en 1968: el establecimiento no se dio cuenta de que se había operado un cambio en la sensibilidad política de la juventud y de la clase media.
Por un instante están los nombres habitados
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