He vuelto: tengo otra vez once años
y el mundo es tan inmenso, mi espejo tan confuso, el martes tan azul.
Y yo he vuelto rompiendo entre los días cerrados, rajando una vereda
en el carrizo tupido de los días, entre la lluvia y contra elviento,
bajo el calor y contra el frío, bajo la hermosa Luna, abriendo surco
entre las llamas del mundo.
El viento frío de la madrugada pintó mi cara: amorató
mis labios, coloreó mis mejillas, puso un toque de escarcha sobre
barba sobre mi barba negra.
La ciudad huele igual: Puebla de sombra el herido horizonte.
Por los tejados donde los gatos beben agua lunar van rebotando campanadas
solemnes: oro de siglos.
De Guadalupe a San Cristóbal, del Cerrillo a la cumbre del verde
Santa Cruz con una herida como un precipicio, está vagando un niño
que me mira tres décadas después, contemplándolo,
viéndolo caminar por la ciudad con un balón de cuero mientras
ensaya versos elementales.
Yo lo miro mirándome bajo el martes azul. Él quisiera ser
yo. No imagina que el pecho se me achica y que un puño brutal me
aplasta el plexo despiadadamente. No sabe. No conoce la flor que me ha
quemado: la llama florecida desde el pecho y los ojos con que lo estoy
mirando. ¿Quería ese niño ser el hombre que soy? ¿Soy
el niño que miro en mi memoria mirándome? ¿Somos los
dos el mismo?
No
Sí.
Tal vez.
Lo cierto es el recuerdo. La espuma. La niebla que sepulta Cuxtitali, los
huertos de duraznos, las avionetas contra el martes azul. San Cristóbal
con sueño. El estallido sordo contra el cielo pequeño de
San Antonio. La destrucción, el gris, la sucia mancha de concreto
creciendo en dirección de La Albarrada, por María Auxiliadora,
pasando el viejo campo de aviación, en los prados y lomas donde
con Tomás Vásquez localizamos nidos de zenzontles.
Ahí estoy.
Me miro entre las casas, ejerzo los oficios cotidianos. Ahí estoy:
viene nadando la memoria con la mirada clara.
Mis manos se pintaron de negro tiñendo telas en una casa textil
de Mexicanos.
Preparé mezcla, medí con precisión, tiré cordeles
largos como el día, puse los plomos, coloqué vigas, armé
cimientos de piedra y poderío, levanté muros rojos, encendí
los tejados de iglesias y de casas. Repellé las paredes y pinté.
Recogí el polvo.
Después me fui silbando entre las callejuelas rumbo a Santa Lucía.
Ahora lo recuerdo: lo veo con claridad: moví los fuelles en un taller
herrero de El Cerrillo. Preparé lanzas, candados, cerraduras y llaves,
balcones exquisitos. Y cruces, muchas cruces. Ahora lo recuerdo: pongo
mi mano bajo el clavo y descargo el primer martillazo enceguecido y rojo.
Mas no todo fue así. En la Almolonga vi brotar el agua, toqué
su transparencia. La
transparencia existe: me vi en
ella.
Cacé ranas en el canal del Cubo. Tuve altas ilusiones de fama deportiva
en el Campo Benigno.
Miré salir el sol quemando el Zontehuitz y lo vi hundirse incendiando
el Huitepec. Al día siguiente los dos eran intactos, frescos, recién
nacidos a los ojos amantes de la mañana.
Devuélveme la Maravilla ahora, Campo Maligno. No bajes tus impuros
ojos, hipócrita progreso. No me mires ya más, niño
en la sombra. No me quemes ya más.
Ya no me duelas, espléndido veneno.
Ahora sube a la fronda de mi memoria un mico de juguete: trépate
mico hasta las altas ramas: yo acciono el mecanismo que dispara tu voltereta
en el alma. Sube más alto, mico extraviado en la hojarasca de los
días, en la hojarasca de los perdidos años. Ven, con piel
de verdad sobre tu delicada estructura de madera imposible. Sube, pequeño
mico, alma mía, mon semblable, mon frère.
Atrás. Atrás. Cinco años atrás. Tengo seis
años: aún no conozco esta ciudad, vivo en mi pueblo: en las
garitas de los cuxtitaleros compré el trepatemico. De las mulas
bajaron grandes fardos. De los fardos fue brotando el portento: dulces,
nanches, jocotes encurtidos, mistelas de durazno y de membrillo, rojas
cocadas, chimbos amarillos: colores que incendiaban mis rabiosas pupilas.
Frascos de temperante atemperando mi calor extremo: mi sed de maravilla.
Remuevo estos instantes como un rimero grande de confites.
La tarde huele a pan de San Ramón.
Por los Portales pasa la Delicia: la niña de trece años en
las alturas de su maravilla. La miro en su destello sobrenatural: su rostro
intacto que conmovía hasta el llanto. Su perfección y su
delicadeza.
Ella, que siempre vio hacia el infinito, una vez me miró. Una garra
dulcísima en mi cuello: una opresión. Un batir de alas en
el pecho niño. Y la mudez. Y la Poesía.
Eso:
En los Portales iba La Poesía.
¿Era real?
No lo sé.
Lo cierto es que aquí estoy. Viendo la escalinata de piedra que
escalé paso a paso, los vendedores de carbón, sus caballos
minúsculos entre las bellas casas de tejados dormidos.
Lo cierto es que han crecido pinos en la ladera. Lo cierto es que hay un
tajo entre los cerros, hay un castillo feo en el flanco del cerro Santa
Cruz.
Lo cierto es este nudo en mi garganta, esta neblina húmeda llegando
hasta los ojos.
Ha caído la noche. Avanza. Se acaba. Los maitines de la Merced están
quebrando su cristalería.
La cohetería estalla.
Las campanas.
Ahora el niño se borra. Se
desvanece en la neblina. Pero no ha muerto: acaba de nacer.
Desde hoy vagará en callejones internos como en un laberinto.
En las callejas profundas de mí mismo.
Ciudad Real. septiembre de 1991.
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